Con sus flaquezas, sus envidias insanas, esas ambiciones que jamás faltan y un largo etcétera. Así suponía que tenía que ser la mía. Y ahora, en esa ocasión tan especial íbamos a sentarnos a esa mesa.
El lugar que ocupase cada uno estaba predeterminado. Enfrente y comenzando por la derecha, en primer lugar mi tío lejano Federico y, a continuación, su abnegada mujer quien, supongo, todavía desconocería las aventuras de su marido cuando vivíamos en la casa grande. En caso contrario se confirmaría que había aceptado el hecho de que él la engañara frecuentemente y decidiera seguir manteniendo las apariencias solo por poder seguir disponiendo de la comodidad que le proporcionaba su riqueza.
Cuando yo era un muchacho de corta edad recuerdo que una noche que me levanté para ir a orinar (el pasillo estaba oscuro y no quise encender la luz ya que podía orientarme perfectamente), al pasar cerca de una de las puertas oí unos jadeos femeninos y unos acompasados crujidos de cama. Accioné el picaporte con mucha calma. El deseo de miccionar había remitido tal vez por la más apremiante curiosidad de saber qué era lo que ocurría en su interior y de quién se trataría, porque recordaba que esa era la habitación de invitados y que yo supiera no había venido nadie de tal condición. Entonces los vi. Tan enfrascados estaban en su labor que no se apercibieron de esa leve rendija que comenzaba a abrirse, aunque, por otra parte, al no haber nada de luz exterior era difícil que lo notaran. Él se hallaba encima. La criada no se había deshecho de esa corta falda negra de su uniforme y abrazaba con sus piernas, embutidas aún en las medias sujetas a un liguero, la cintura de mi tío. No sé cual será la razón que empuja a un ser humano a darse la vuelta cuando se siente observado pero el caso es que, finalmente, fui visto. A la mañana siguiente recibí su advertencia de no contar una palabra de lo visto a nadie y, desde ese momento, nació una deuda hacia mí que, a día de hoy, no me he cobrado aún. Espero que él no lo haya olvidado.
Al lado de ella se encontraría mi prima Lutgarda, o Lu, como prefería que se le llamara, quien seguiría insistiendo en su inútil cortejo hacia mi persona. Tal vez si hubiera accedido, tiempo atrás, a sus irrefrenables deseos carnales, hace muchos años que estaría unido a ella por un vínculo más que de sangre. Ahora, el hecho de hallarse frente a mí le permitiría juguetear con sus pies bajo la mesa y acariciar mis pantorrillas con sus empeines, pero le sería muy difícil, salvo que resbalara más de la silla y fuera descubierta en semejante pose, llegar a tocar mi entrepierna, que sería, no me cabe duda, lo que deseara por encima de todo. Yo, haciendo caso omiso a esas evidentes señales, asentiría al monólogo con el que, como en tantas otras ocasiones, me obsequiaría quien se iba a colocar a mi derecha, el cuñado de mi tío Federico. Un soliloquio sobre sus múltiples negocios, los cuales ya eran de mi conocimiento porque aquel ya me había contado algunos de los graves problemas que estaba atravesando y, posiblemente, querría convencerme por enésima vez de que accediera a que le proporcionara un préstamo para, de esa forma, hacerme partícipe de una nueva empresa en la que podríamos obtener pingües beneficios.
Al lado de Lu se hallaría su marido que, o bien era tonto o, más bien, se lo hacía ante las reiteradas muestras que tanto parecían divertir y calentar a su esposa. Porque era evidente que no amaba a mi prima y que contaría con alguna amante que le liberase de las continuas presiones amorosas. De esa manera se justificaría la búsqueda incansable por ella de otro hombre, y por qué no ese familiar tan cercano, que ocupase el vacío de su cama en las múltiples ausencias de que sería objeto.
Y a continuación de la desafortunada pareja, la abuela, quien a pesar de su avanzada edad se le veía en plenitud de facultades mentales y no había quien pusiera en duda sus planteamientos o deseos. Para algo era la poseedora de una gran fortuna que todos anhelaban llegar a pescar aunque fuera en una pequeña porción, la suficiente para vivir de forma holgada muchos años. Pero ella conocía esas ambiciones, a cada uno de los ávidos buitres que revoloteaban sobre su cabeza a la espera de que esta terminase cayendo a un lado para no volver a levantarse. El abuelo murió unos años antes proporcionándole toda esa herencia que, desde entonces, administraba como nadie. Ella fue la que derivó parte de esos recursos a mi hacienda, tras perder a mi padre en aquel desgraciado accidente, porque sabía que, de esa manera, un pellizco quedaba perdido para el resto. Ahora sonreiría, como tantas otras veces, al resto de comensales y no dejaría escapar detalle alguno que le proporcionara la excusa oportuna para soslayar al que quisiera hacerse con el favor incontestable de poder contar con su parte.
Sus otros dos hijos con sus respectivas esposas se sentarían a su lado, como queriendo preservar ese inequívoco vínculo que les daba los exclusivos derechos hereditarios. También tengo historias que contar de todos ellos pero no quiero cansar al lector con detalles tan escabrosos.
Y siguiendo por mi izquierda, una serie de allegados a la familia desde los tiempos en que el abuelo vivía, que no cejaron en su empeño de mantener las cordiales relaciones y agasajos con aquella familia. Que persistían en seguir perteneciendo a ella como una parte inseparable sin la cual no pudiera entenderse el devenir de aquella.
Cada uno de ellos iba a recibir en los próximos días una carta que les haría embarcarse en una frenética actividad que daría con sus huesos en la cárcel, porque en ella se contaba cómo habían sido traicionados por alguien que les empujaría, inevitablemente, a asesinarlo.
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