Es 31 de diciembre del 2004 cuando, a las 22 horas, pasan la retransmisión de las tradicionales campanadas en la puerta del sol, lo que nos da la idea de tomar el metro rumbo al kilómetro cero.
Somos una familia de argentinos recién llegados al país y con toda la intención de integrarnos a las costumbres del lugar; pasamos de las fiestas en verano, a las frías y soleadas del invierno madrileño; del asado familiar en el quincho de nuestra casa al gusto de la cocina mediterránea en el nuevo departamento que alquilamos en la ciudad. Vivimos en un cuarto piso, entre la televisión como fondo de mesa y la sugerencia de un año nuevo atípico.
Mis padres, mis hermanos y yo salimos a las apuradas. Salimos con la digestión cortada y abrigadísimos. Salimos al gélido frío que te despierta y te hace caminar con esa decisión que parece que te vas a comer el mundo. Tomamos la línea nueve, estación Herrera Oria, con dirección al metro Sevilla. Sol se encuentra abarrotada de turistas y según los altavoces las puertas están cerradas. En el vagón hay poca gente y, la poca que hay, va trajeada o como si fuera un sábado más. Van con bolsas de supermercado llenas de alcohol como provisiones de una noche que promete la primera borrachera del 2005, y los primeros cubatas que los dejará chisposos en las últimas horas del 2004.
En la estación de Príncipe de Vergara, donde hacemos combinación con la línea dos, nos damos cuenta de que no llegamos a tiempo a la puerta del sol para las campanadas y, sin embargo, corremos con la vana esperanza de evitar perder ese metro fortuito que te llega apenas pisas el andén. No tomarlo, nos deja en una aparente tranquilidad. Miro a ambos lados y el túnel se pierde en la oscuridad. El barullo de la gente me hace sentir al margen. Un acento francés me llama a plantearme la situación y me observo y observo el andén de forma anónima. Mis padres están ilusionados para que todo salga bien o, mejor dicho, para que nosotros nos sintamos bien. Están todos contentos, charlando entre ellos y con ganas de llegar a las campanadas de fin de año. Es casi media noche en el transporte público y hasta ahora no huelo el peligro. Hablamos entre nosotros, y nos damos cuenta que no tenemos cobertura para poder hablar con nuestros familiares. Imaginamos el ambiente en una puerta del Sol en pleno festejo. Recordamos todo lo que vivimos ese año y nos intercambiamos comentarios banales.
En la línea dos, luego de hacer el trasbordo, nos encontramos con una considerable cantidad de gente. Ahora, no se trata de españoles tratando de llegar junto a sus familias, sino que nos encontramos con multitud de extranjeros atravesando el subsuelo del centro madrileño, con disfraces y pelucas, o trajeados. Con sus parejas o con amigos. Entre rubios del centro y norte de Europa, entre gringos y sudacas, o algún italiano o portugués que decidió mantenerse con el mismo clima, pero con otro ambiente. Todos vamos a nuestro aire en el mismo vagón. En un viaje de estudios, de vacaciones o construyéndose una vida en el país. Cada uno y a la suerte de la ciudad, intenta comprender al otro y a encontrar su espacio.
El vagón de metro se encuentra con la capacidad justa como para poder reconocernos todos. La mayoría va aprovisionada con sidra, copas y las infaltables uvas. Llevan el cotillón en sus venas, y guirnaldas o papelitos de colores para tirarse en la hora punta, en el cambio de año. Estamos pendientes del reloj, porque ya no tenemos campanas que nos marquen la cuenta regresiva – ese segundero preciso de las doce uvas previas al 2005. Los doce segundos como los particulares doce meses que vivimos en el 2004; entre la feria que armamos en el patio de casa para la venta de nuestros muebles, entre el papeleo para ser ciudadano europeo y un falso juramento a un rey no reconocido. Entre los preparativos para la mudanza al viejo continente, y las interminables despedidas de amigos y familiares cercanos. En el reconocimiento de nuestra nueva ciudad, y en un vuelo que marca nuestras vidas hacia un viaje sin retorno aparente.
A esta altura, los altavoces nos comunican la llegada a estación retiro y los relojes llevan sus agujas a las doce. Los portadores de la sidra o el cava se encargan de cronometrar el primer corchazo con un sonido que te pone de pie y con la espuma de las botellas que, como signo de abundancia, provocan riadas en el suelo del vagón.
No escuchamos fuegos artificiales, ni se preparan las copas de cristal para hacerlas sonar en el chin chin de media noche. Tampoco nos encontramos entre nuestros familiares ansiosos por felicitarnos. Sino que nos rodeamos de distintos idiomas, descifrables gracias las circunstancias de aquel encuentro multitudinario, o con un feliz año nuevo de acentos extranjeros. Estamos con papelitos multicolores volando sobre nuestras cabezas, y nos acercamos al de al lado sea cual sea su origen o su aspecto. Vamos en un vagón donde manda la confianza, y los gritos, y los silbatos que ahogan cualquier actitud que pueda empañar la fiesta. Vamos en el vagón express que nos lleva de uno a otro año nuevo de rutinas; entre abrazos distantes pero sinceros.
Así pasamos la llegada del 2005. En el metro de Madrid; bajo tierra. Subiendo las escaleras hacia la superficie en la estación Sevilla. Saliendo con caras reconocibles tras el breve festejo que compartimos. Con el horizonte de la puerta del sol, del mítico reloj de la ciudad y de un cielo cargado de fuegos artificiales.
Salimos entre la prosperidad e incertidumbre; en un año nuevo que, sin conocer nada de nuestra nueva ciudad, promete de todo por descubrir.
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