«En memoria de mi abuelo, escribo estas palabras, un hombre severo y de fuerte actitud, sin embargo, conmigo, era la persona más maravillosa del mundo.
Recuerdo, que, un día que no me sentía bien conmigo misma, tras una pelea con mi amiga llamada Vida, me siento a su lado, y le pido que me escriba una carta, porque ambos eramos conscientes del poco tiempo que tenía… uno de los dos, quién sabía a quién le iba a llegar la muerte primero.
– Estoy demasiado triste para escribir- me dice. Yo sonrío con pena. Si supiera que todos mis poemas, estaban manchados por mis lagrimas-. ¿Por qué no me escribes tú a mí?
Debí haberlo hecho. Pero ahora, ya era demasiado tarde.
Pero eso no es del todo cierto.
Me ofrecí de voluntaria en un asilo de ancianos, tratar con esas personas hacía que la memoria de mi abuelo volviera a la vida, y de vez en cuando, tenía que esconderme en el baño para dejar escapar unas cuantas lagrimas. Pensar en él me recordaba que todavía había esperanza para mí, y que no era demasiado tarde para hacer el bien.
Cuatro meses después de voluntaria, internan a mi abuela, tenía alzheimer, y no podía cuidarse ella misma, y mis padres siempre estaban fuera.
– ¿Y tú eres…?- su frase queda en el aire, como si estuviera avergonzada de terminar mal la oración.
– Tu nieta- le repito por enésima vez. No me agotaba recordárselo, pero sí rompía mi espíritu, mi esperanza. A veces me pregunto por qué le pasan estas cosas a las personas más buenas.
Primero mi abuelo, y ahora quería llevarse también a mi abuelita. Sentía como si estuviese en mí contra, porque a las personas que más quería en el mundo, siempre les pasaba algo.
– Hoy les leeré «Del amor y otros demonios» de García Márquez- digo en voz alta para que todos me oyeran.
El libro me gustaba, recuerdo que me lo hicieron leer cuando estaba en la escuela. Podía no ser un tema para mi público, pero a ellos no les importaba qué les leyeras, lo que les hacía felices era la intención que tenías al hacerlo.
Lo importante es recordarles que no estaban solos.
Cuando dejo de leer, cierro el libro y me siento junto a mi abuela.
– ¿Te ha gustado el libro?
– ¿Qué libro?- pregunta con voz cansina. Yo fuerzo una sonrisa, intentando que mi espíritu se contuviera de romperse.
– Hoy te leí un libro, ¿no has escuchado mi voz hablando?
– He escuchado una voz, sí- responde y yo sonrío con lagrimas en los ojos. Me levanto y planto un beso en su cabeza, así lo hago con todos.
Me dolía el corazón pensar que los ancianos de ese lugar solo nos tenían a nosotros, a los voluntarios y trabajadores del lugar. Las familias siempre venían al principio, pero luego dejaban de visitar. Supongo que la palabra familia se había ido desgastando con el tiempo, pero yo sabía lo que era estar sola, y no lo quería para nadie.
– Má, ya llegué- grito cerrando la puerta, sin embargo, no recibo ninguna respuesta. Estaba sola, otra vez. Sintiendo el vacío a mi alrededor, me rompo a llorar.
Me gustaría hacer algo por mi familia, pienso. Pero nunca nada es suficiente. Cuando das, siempre piden más, supongo que por eso me consideraba como una alma vieja, por el simple hecho de gozar lo que mi abuelo solía gozar, como la música irlandesa, o el golf, o construir barcos de madera o como tomar un buen vino de la manera correcta. Ese era el tipo de cosas que gozaba, porque una vez lo tuve con mi abuelo, pero ya no está, y esas cosas quedaron olvidadas porque me dolía hacerlo sola, peor si era con otra persona.
Supongo que ese es el dolor de familia, cuando se va alguien te queda un agujero en el pecho, uno que nunca se podrá llenar con cosas materialistas, pero sí con amor, con fe, y las buenas obras.»
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