Solitarios enamorados miran desde los montículos de las playas hacia un vasto mar bramante en la noche, los besos reclaman las despedidas sumergidas.
Alucino civilizaciones fragmentadas, y dinosauricas ballenas y tiburones flotantes por los alrededores.
Asustado y palpitante llamé presuroso a mi madre, pero ella parecía no escuchar mi atronante voz, aunque sabía que estaba ahí al otro lado de la línea telefónica. Y ella, como insegura, sin saber verdaderamente si era yo o un soplo vagabundo pidiendo alguna ayuda, el errante eco del hijo que tuvo alguna vez en un arrebato de entrega.
Tan inconforme que ni siquiera logró pronunciar bien mi nombre.
– Te llamaré luego -le dije-, cuando la frecuencia mejore…
¿Y si no era mi querida madre en la furtiva lejanía? Reflexioné.
Tal vez ella ya no tenga ese mismo número de contacto. Ha pasado tanto tiempo desde la última vez que nos hablamos y nos vimos. Y si estoy equivocado y estoy hablando con otra persona?
Presiento que este mar absorbente que observo y que se ha colado en mi cerebro me hace padecer este extravío.
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