Aquella negritud senegalesa brillaba con la fuerza de una sonrisa de mejilla a mejilla saludando con la mano alzada en señal de paz a la hora de entrar o salir del trabajo.
Se llamaba Joseph André N´goro Dyambé, pero lo abreviamos a José, que acabó en ¡Ozé!, un estornudo que quedó impreso como divertido apodo.
Sus andares pausados daban la impresión de un paseo tranquilo entre palmerales aunque las prisas corrieran a su alrededor.
La coincidencia y una E.T.T., nos juntaron en aquella fábrica perdida entre hormigones de un polígono industrial apartado de la ciudad. Antes habíamos peregrinado por diversos lugares pero siempre temporalmente, como las estaciones del año, como las tormentas y las calmas de unos bolsillos siempre hambrientos de sueldo y sosiego.
Aquel ejército de hombres buscaba su humanidad entre bromas que cruzaban la nave como pájaros buscando nido para más tarde desaparecer entre el ruido persistente de las máquinas.
Pero Ozé nunca compartía vuelos, tan solo miraba continuando su labor de manera milimétrica, como un reloj atómico, como una máquina más.
Yo lo observaba desde la lejanía, mil curiosidades aparecían en mi cine interior como películas inacabadas.
Cada tarde, cuando el Sol ya empezaba a difuminarse entre naranjas y ocres, aquella marea de zombis tan solo deseaba volver a casa con la familia, quien la tuviera, y sobre todo a ellos mismos.
A pocos metros la figura a contraluz de Ozé seguía en su paseo entre palmerales y mi voz le hizo detenerse. Sus ojos se abrieron como signo de sorpresa que acompañó con su sonrisa. Dejé que todo fuese guiado por la consabida casualidad.
Caminamos hasta el aparcamiento desolado donde nadie se conoce y lo convertimos en lugar para hablar regalándonos cinco minutos de conversación. Ozé tenía un acento afrancesado divertido y que transformaba «Me gusta trabajar y estar bien» en un «Mi gustá trabajag e etá así bien», tal que parecía que mascase un delicioso caramelo toffee.
Fueron muchas las salidas del trabajo con sus cinco minutos que yo iba recogiendo como un amanuense en mi memoria.
Le expliqué que yo era un músico irredento, guitarrista sin patria ni bandera, buscando la alegría pasajera en tarimas y sonidos tejidos con otros tan rebeldes y viajeros como yo.
De sus cinco minutos cosidos uno a uno contemplé un país con playas surcadas por coloridas barcas de pescadores y la Sabana del Sahel que se adentraba enseñando más allá de su planicie selvas cerradas como enigmas para turistas occidentales pero preñadas de vida multicolor salvajemente atesorada.
Él tañía la Kora, una especie de guitarra, y sus acordes buscaban la tranquilidad.
Ozé desvelaba cada parte de su historia pero no dejaba entrar a nadie en su verdad, lo intuía en mi alma de artista apátrida.
Una mañana un compañero de voz herrumbrosa me descerrajó a medio metro:
– ¿Sabes que Ozé es físico? Me lo han dicho ¿Te lo puedes creer? ¡Ozé, físico! ¡Aquí! ¡Tiene guasa la cosa!
Su carcajada rítmicamente burlona se fundió entre el taca-taca de la maquinaria.
Mi curiosidad innata buscó respuesta en los cinco minutos de la salida. El palmeral africano seguía bamboleándose con su bolso atravesado impecablemente.
Ataqué directamente con un: ¿Ozé eres físico?
Su cara cambió de golpe y transformó su sonrisa en seriedad compungida.
.- Si, soy. Soy físico, progfesor de física aplicadá. Enseñaba tracsión, desgaste, torsión, fricsión y todo que la física es.
.- ¿Por qué no enseñas física? le repregunté con asombrado e irreflexivo atrevimiento.
Su cabeza se descabalgó lentamente del cuello hasta mirar al suelo y con la mano tapándole el rostro dijo:
.- No quiego hablá. Me da doló de cabessa. En mi paí, familia dise debía enseñá a ninios y cuando fueran mayores darme grasias. Eso es mi pena, es mi doló de cabessa. Tengo un teogema. Dise:¿paga qué? Nadie cree, entonces no gasto energía en desir. Creagía fricsión, desgaste.
.-¡Que crean lo que quiegan!¡C´est mieux!
Los cinco minutos buscados cada día se acabaron. Él salía rápidamente y su figura se perdía entre la multitud.
Busqué acercarme a él y a través de maniobras laborales pude llegar a su puesto de trabajo con excusas manipuladas sabiendo que el silencio ya lo tenía y tan solo podía ganar alguna palabra o quizás su perdón por entrometerme en su Verdad.
.-Ozé, no volveré a hablar de esto. Tienes razón. Tu teorema es válido. ¡Para qué perder energía explicando qué eres? Quizás es mejor utilizarla en lo que se puede hacer. Soy un ignorante pero creo que una mente científica no puede estar callada, cerrada a la curiosidad de seguir aprendiendo y enseñando y no hacerlo es traicionarse y traicionar todo lo que te han enseñado.
No hubo respuesta, solo nos miramos fijamente. Los segundos se hicieron hielo en el tiempo. Me observaba con un gesto extraño, como si su mente estuviera envuelta en una teoría que estuviera a punto de ser demostrada. Sin responder giró su negritud para esconderse detrás del silencio de su rutina.
No volví a verlo en la fábrica. Supe que esta vez no sería por casualidad.
Me sentía triste, culpable por mi sinceridad afilada. Busqué una música de entre las cien mil que conocía y, telefónicamente, le envié un tema llamado Tiko, que me acompañaba muchas noches para despejar mentes aturdidas. Llegó un mensaje de respuesta que lo decía todo: -Gracias amigo- , que traduje en su tono acaramelado como:
.-Gasias, amigó.
Ahora , tumbado en un hostal perdido y ya pasados algunos años quiero creer que Ozé es profesor con alguna cana en su ensortijado pelo. Vuelvo a escuchar Tiko y veo al Profesor Joseph André N´goro Dyambé, con ateísmo analítico enseñando en el aula de la Universidad de Dakar su querida física aplicada, sus teoremas, fórmulas y teorías demostradas ante bancos repletos de alumnos con los ojos abiertos como ventanas al futuro y que en algún momento se acercan y con la humildad entre las manos le dan unas gracias absolutas. Y entonces siento que Ozé, mi amigo, me sonríe, ¡Es feliz!
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