Y ahí se quedó el pobre, al lado mío, duro, la cara torcida y arrugada sobre la mesa, en una mueca absurda. Yo apenas me acababa de sumar al taller y se imaginarán que no abría la boca. Escucho como un silbido, después un ronquido fuerte y el tipo con los ojos bien abiertos que se desploma sobre su texto. Se me vino a la mente una pavada, ¿así que esto era la muerte nomás? pensé. Me vi tan ridículo, tan inútil. Ahora sigo escribiendo pero más relajado. Y a ese taller, por lo menos, no volví más.
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