La vida de un ser humano jamás debería ser ahogada con sus esperanzas a cuestas. La lucha por sobrevivir no se libraba en el mar, si no en un cafetín tangerino donde “El Diablo” —así era conocido el jefe de la mafia— organizaba viajes, a través de su móvil, con rumbo a las oleadas de la muerte. Nunca dejó que le vieran la cara. Sus vasallos no solían tratar con respeto a los inmigrantes, más bien los consideraban sombras a las que empujaban al abismo de la incertidumbre, a cambio de miles de euros.

Amelia Sanderson, después de la reunión que mantuvo en el campo de Gibraltar con sus brave brothers —como ella les bautizó— puso las manos sobre el vallado suplicando por las almas que tiñeron de oscuridad el azul Mediterráneo. Desde su posición parecía que el horizonte había sido pixelado. Se llevó horas como una vigía por si hubiera movimientos en la orilla. En realidad, estaba esperando a que su amigo Richard Smith regresara de las costas marroquíes. Llevaban años juntos en el grupo activista Navegantes sin fronteras. Los medios de comunicación apenas daban eco de sus protestas contra el tráfico de personas. Ya no podían esperar por más tiempo. El plan que habían estado sopesando lo iban a poner en práctica. Richard, afroamericano residente en Algeciras y actor —con experiencia en teatros de Manchester, Londres y algunas ciudades españolas— se hizo pasar por un subsahariano ávido de salir de patria.

La voz del Imán procedente de una de las mezquitas de Tánger irrumpió en aquel ambiente con hedor a dinero manchado de sangre y salitre, por adquirir el pasaje hacia la tumba del mar. Richard, se presentó con un pantalón vaquero de color gris, una camisa de franela a cuadros en blanco y negro, un gorro de lana puesto en la cabeza, unos zapatos desgastados y un chaquetón que parecía sacado de Los Miserables, para simular que había estado curtido en cientos de batallas contra los infortunios. Se dejó barba de cuatro días, se puso un maquillaje simulando unas ojeras de no dormir desde hacía mil noches e iba caminando con las manos metidas en los bolsillos y los hombros encogidos, mirando hacia el suelo. Entró en el cafetín haciendo un alarde de su habilidad como actor; miraba hacia todos los lados de la sala, girándose hacia atrás a cada momento, con cara de desconfianza y poniendo ojos saltones, como si acababa de despertarse de una pesadilla y continuaba inmersa en ella. Preguntó con titubeos a un grupo de hombres que estaban sentados alrededor de una mesa —a los que adivinó que serían unos de entre la multitud que cruzan el charco— con quien había que hablar para atravesar en la lancha. Le señalaron a un sujeto que se encontraba al fondo del cafetín. Se trataba del enlace entre “El Diablo” y los pasajeros. Richard, antes de acercarse al enlace, se aseguró de que no se le notara que escondía en su chaqueta una grabadora de voz digital. Seguidamente, pulsó de forma disimulada la tecla “Rec”.

—Yo traer euros. Yo querer subir lancha.

—Baisser la voix.

—Yo no hablar franzés. Solo poquito español.

—Combien d’argent? Vous allez faire la transaction maintenant?

—No entender nada.

El enlace, que no logró entenderse con Richard, sacó su móvil y le mostró en la pantalla el emoticono de un saco de dinero con una $. A continuación, hizo el gesto de frotarse el dedo índice con el pulgar. Richard, a sabiendas que le preguntaba por la cantidad de pasta que estaría dispuesto a pagar, escribió en la calculadora de su móvil la cifra de tres mil euros. El enlace asintió con la cabeza. Luego, le dio un número de cuenta corriente donde debía de ingresar lo acordado. Richard, hizo la transferencia —de forma inmediata— a través de su móvil cerrando así el acuerdo. Ya podía embarcar.

Se puso en contacto con Amelia Sanderson a través del WhatsApp. Le envió varios mensajes con emojis. Primero escribió el del pulgar y el índice formando una O, después la cara con la boca abierta y sudor frío y, por último, un barco velero. Amelia comentó a buena parte del grupo de activistas que Richard había cumplido con la misión y dentro de poco embarcaría en una patera, no sin antes intentar grabar —esta vez con una cámara de vídeo— al resto de los implicados en aquel grupo mafioso. También les hizo saber que en su teléfono recibió los audios de voz con las conversaciones que mantuvo con el enlace. Sin embargo, no podían escucharse porque aún permanecía el símbolo del reloj. La cobertura fallaba de forma constante. En cuanto entrasen los mensajes ya tendrían material para reenviárselos a toda la prensa nacional.

Richard se dirigió a la playa que les indicaron junto a otras cien personas. El frío cortaba el cuerpo a trozos. La garganta se enrojecía con los puñetazos del viento. Antes de subirse a la lancha-patera unas manos agarraron con fuerza sus hombros y le sacaron del resto de pasajeros.

—¡Eh tú! ¿Por qué llevas esta grabadora?

—Ese aparato no mío. Yo jurar.

—¡Deja ya de fingir! ¡Llevadlo al bosque!

—¡Asesinos! ¡Malditos traficantes!

Desde la última conexión con Richard transcurrieron más de una semana. Los activistas informaron de su desaparición a los medios de comunicación. Difundieron imágenes de vídeo por todas las redes sociales. Especialmente una grabación donde se le veía repartiendo panfletos en las playas de Tarifa, para concienciar a la gente que mientras siga habiendo fronteras en el mar, aumentarán las mafias del tráfico de personas. Hizo hincapié que los inmigrantes no vienen a nuestras costas a hacernos daños sino a empezar una nueva vida, y los gobiernos (la otra mafia) y la sociedad colaboramos en ahogarles esas esperanzas.

Amelia Sanderson, visitaba a menudo aquel paraje de la costa y dejaba caer sus manos sobre la valla. Soñaba con la posibilidad que reapareciera su amigo.

De repente, un aluvión de mensajes de WhatsApp comenzó a sonar. Eran de Richard…

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