Ahora que lo pienso con cuidado aquel fue un viaje sin sentido. Más aún todavía porque ni siquiera teníamos para el pasaje del colectivo. Costaba exactamente lo mismo que la entrada al recital de nuestra banda favorita, bola de recuerdos. A decir verdad, la música no era nada buena en lo absoluto y los cantantes de aquella banda de punk rock eran bastante vomitivos. Al menos a mí me parecían nauseabundos, siempre estaban borrachos, se combinaban mal la ropa y no se veían muy limpios que digamos, al igual que sus seguidores. Lo único que nos gustaba por aquel entonces de aquella banducha de poca monta, eran las chavas que se quitaban la ropa en sus recitales.
Y ese fue el motivo por el que decidimos emprender esta alocada travesía. Y es que justo ese fin de semana, la banda tocaría en el pueblo vecino. Relativamente cerca de nuestra casa en Villa de la Roca, solo nos separaban 55 kilómetros del lugar del recital. Cabe aclarar aquí, que cualquier hombre sensato habría desistido de realizar aquella locura. Pero para nosotros, tres adolescentes niñatos que nos creíamos invencibles, aquello no era más que un desafío y estábamos decididos a aceptarlo.
Así fue que decidimos juntarnos en casa de Marcel el viernes a la noche, ya que él era el más “adulto” del grupo, tenía 20 años, la cara picada de acné y una arrogancia que no se aguanta. Jonatán, su hermano y compinche dos años menor que Marcel, lo secundaba en todas sus andanzas. Yo era el más pequeño, tímido, sensato y racional de aquel improvisado trío de mosqueteros, éramos los tres contra el mundo.
Recuerdo que ese viernes por la noche en casa de Marcel, contamos todos nuestros ahorros y llegamos a la suma de 750 pesos. No estaba nada mal, teniendo en cuenta que la entrada nos costaba 200 pesos,teníamos comida…y luego estaba el detalle del transporte. Nos desanimamos bastante los tres, cuando en la página de la empresa de colectivos que nos llevaría el recital, vimos que cada pasaje de ida costaba 200 pesos. De inmediato, empezamos a tratar de encontrar una fuente de dinero que nos proveyera de 600 pesos extra, antes del sábado por la noche.
Notando que era una suma exageradamente alta, comparada con el tiempo que disponíamos para conseguirla, comprendimos enseguida que no había posibilidad alguna de conseguirlo. Entonces fue, como después de un rato de ideas locas, a Marcel se le ocurrió la peor de todas; “haremos dedo hasta allí”. Cómo era de esperarse, Jonatán lo apoyó de inmediato en su decisión. Y aunque yo estaba convencido de que era una locura, algo me empujó a acompañarlos en su aventura. Aun cuando no tenía ninguna obligación, ellos mismos habían notado mi disgusto inicial y dijeron “puedes quedarte si quieres”.
Claro que me arrepiento de haberles dicho que iría, pero no tuve valor en ese momento de dejarlos solos en esto. Cómo estaría solo en casa hasta el domingo al mediodía, dejé sobre la mesa de la cocina una nota a mis padres explicando la situación y partí a casa de mis amigos el sábado por la mañana. Una vez llegué allí, vi que ellos me esperaban en la entrada de su casa, con mochilas sobre los hombros y el entusiasmo reflejado en nuestros rostros partimos los tres juntos hacía la carretera que llevaba a San Juan de los Olmos, el pueblo a 55 kilómetros de nuestras casas.
Ni bien pusimos un píe a la orilla del camino, el desánimo se apoderó de nosotros una vez más. Es que veíamos pasar una tras otra las camionetas cargadas con fanáticos de la banda, de las cuales colgaban negras banderas harapientas, al estilo pirata, con los nombres de la banda escritos desprolijamente. Pero ninguna de esas camionetas hizo ademán de detenerse ni por un segundo. Pasaban una tras otra a modo de caravana levantando el polvo con su paso trajinante por el pedregoso camino de tierra que lleva a San Juan de los Olmos.
Eran las cinco y veinte de la tarde, llevábamos más de cuatro horas de caminata cuando vimos aquel destartalado cartel de madera que rezaba “San Juan de los Olmos 30 kilómetros”. La caravana nos había dejado atrás hacía largas horas y ahora no había ni un solo vehículo en el viejo camino de tierra. Molestos por notar que no llegaríamos a tiempo decidimos parar para comer las pocas provisiones que teníamos en las mochilas, entre discusiones y frustración, emprendimos la marcha dos horas y media después.
El crepúsculo era nuestro inesperado compañero cuando nos alcanzó la tragedia. Llegando a la curva de las viudas, una de las más peligrosas de aquel camino, nos alcanzó la muerte. Y junto a ella formamos los tres un lúgubre cuarteto de un instante que no olvidaré jamás. Es que tarareábamos los acordes de “vida sin sonrisas “el último hit de la banda cuando aquellos nos ocurrió. No pudimos ni escuchar acercarse aquella antigua camioneta destartalada que nos impactó por la espalda cuando íbamos por el medio del pedregoso camino de tierra.
Ni luces, ni sonidos de advertencia, nada de aquello. Solo recuerdo estar caminando junto a Marcel y Jonatán por el camino, luego mis píes estaban en el aire, y luego sentí el durísimo golpe contra el suelo. Desperté en una cama del hospital de Villa de la Roca. Mis padres estaban junto a mí, con lágrimas en los ojos y noticias inesperadas. Llevaba 50 días en coma, mis amigos habían muerto y tenía las piernas rotas.
Salí del hospital hace un par de semanas, estuve muy deprimido estos días, pero hoy decidí que esta es la realidad. Y la realidad no puede cambiarse, aunque no queramos verla, como dicen las estrofas de “Vida sin sonrisas “. La última canción de la banda favorita de mis amigos, que ahora tarareo aquí frente a sus tumbas, en el cementerio de Villa de la Roca.
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