Tus particulares viajes

Tus particulares viajes

Lupespa

09/09/2019

Decías que te recibiría el rey y que, seguramente, te otorgarían el Premio Nobel. Estabas de pie en medio del salón, eufórico, explicándome con precipitación y gestos exagerados la técnica revolucionaria que habías inventado y lo importante que eras. Lo hacías a escasos metros de mí y, a la vez, tan lejos que, ni aún usando el medio de transporte más veloz jamás inventado, te hubiese podido alcanzar. Habías viajado, una vez más y sin permiso, a ese otro mundo de colores vivos y música alegre que, dentro de nuestra familia, solo tú y nuestra querida y difunta madre conocíais. En las calles de aquel lugar imperaban la aceleración, el optimismo y la prodigalidad, y sus habitantes se mostraban verborreicos y muy enérgicos a pesar de ser todos insomnes. Era una costumbre generalizada pensar y hablar rápido, saltando con frecuencia de una idea a otra. Aunque nunca había estado, sabía que, en aquel lugar la norma era actuar con precipitación y gran seguridad de uno mismo, minimizando los posibles riesgos. Pero, a pesar de que los médicos me lo habían explicado, me costaba imaginarme ese mundo paralelo en el que ahora te encontrabas. Creo que ni siquiera drogándome hubiese llegado al lugar exacto (aunque, probablemente, sí a alguno cercano). Así que ya estabas de nuevo allí, excitado, contándome un montón de ideas que me parecían inconexas y que tú, de manera sorprendente, conseguías relacionar. Y, en medio de toda la ensalada de pensamientos, destacaba una única idea fija: viajar cuanto antes a Madrid para recibir el merecido reconocimiento. Verte así me hacía sufrir, y como viajar a Madrid estaba a mi alcance, efectivamente te llevé, pero para ingresar en la mejor clínica.

No era el primer episodio (maníaco lo denominaban) pero éste, sin duda, era el más grave de todos los que habías tenido. Llevabas mucho tiempo rozando ese mundo grandilocuente y megalomaníaco que, al parecer, era mucho más alegre, divertido y placentero que el mundo corriente del resto de los mortales. Por este motivo, te habías tomado la licencia de disminuir la medicación (“el dichoso litio” solías decir), para así poder viajar del habitual territorio vulgar, donde eras uno más, al paraje de la felicidad, donde te sentías importante y no había que preocuparse de nada. Así era: el abandono voluntario del tratamiento al completo te llevaba al completo abandono de tu voluntad a manos de la locura. Tan intensos eran tus delirios que me preguntaba, angustiado, si algún día podrías regresar a nuestro lado. Y esta incertidumbre también me hacía sufrir.

No fue fácil hacerte volver. No era tan sencillo como darte dinero y explicate qué tren coger. Te llevó semanas, cargadas de enfado y gran irritabilidad por haberte privado de tu libertad. Los sentimientos de frustración e incomprensión se acompañaron de una permanente sensación de sedación y atontamiento. El insomnio dio paso al sueño y la energía al cansancio permanente. Tus ideas grandilocuentes fueron poco a poco abandonando tu realidad para ajustarse a la nuestra. Me iba traquilizando. Y así es como, al alta médica y regreso a casa, estabas de nuevo en nuestro mundo.

Eras el mismo y, a la vez, otro. Tus ideas delirantes habían desaparecido y, con ella, tu alegría. Ya eras realista y comenzaste a quejarte de cuestiones personales desagradables: que si no tenías novia y veías pocas probabilidades de tenerla por culpa de tu enfermedad, que si no habías acabado la carrera y la medicación te impedía concentrarte y estudiar lo requerido, que si tus amigos tenían “su vida” y te sentías cada vez más solo, que si el estigma por la enfermedad mental… Estabas acomplejado y tenías una bajísima autoestima. Pero no exagerabas ni estabas deprimido (aún no, aunque se preveía que esa fase llegase también en algún momento), sino que te encontrabas en el territorio del entendimiento y buen juicio y, tenías razón, tu vida real no era fácil. A las dificultades derivadas de la enfermedad se unían tus otras heridas previas, siendo el acoso escolar durante la infancia y los múltiples fracasos amorosos recientes las que más te dolían. Pero debo reconocer, con vergüenza, que en ese momento yo apenas sufría, porque habías abandonado la fantasía y habitabas en la realidad. Ver que ya no delirabas me tranquilizaba.

Y, fíjate, hermano, a dónde hemos llegado. Ahora, cargado de tristeza, culpa y pensamientos rumiativos que me atormentan, pienso cuán tremendamiente ocurrente fue tu mente (supuestamente enferma) y qué torpe fui yo. Tu psique, conocedora de tu triste realidad, creó para tí un mundo a medida, feliz, que suplía tus complejos y te hacía olvidar tus sufrimientos; un escudo protector. Pero lo he comprendido demasiado tarde. Perdóname, por no haberlo sabido ver, por sobrevalorar la realidad y empeñarme en que estuvieses en mi mundo, por pensar, egoísta, en mi sufrimiento, anteponiéndolo al tuyo. Perdóname por haber dejado que lo resolvieses solo, de la única manera que encontraste posible. Y ahora, perpetuo egoísta, sufro de nuevo, porque este último viaje que has emprendido, no tiene retorno. Jamás volveré a verte, ni siquiera delirando.

Tu puntuación:

URL de esta publicación:

OPINIONES Y COMENTARIOS