Había pasado ya la noche de las brujas.

Algunos espíritus rezagados quedaban aun por las calles. Y los lugareños, sabiéndolo, les seguían rindiendo homenaje con coloridas fiestas en las que se premiaba la belleza de las muchachas y los brillos de los trajes se exhibían en danzas frenéticas.

En este caos de idas y venidas, de vivos y muertos, de viajes entre mundos y ciudades, La Lluvia decidió hacerse presente.

La Lluvia en las tierras de las que hablo no son como las que cualquiera pueda recordar. Se derrama como una cortina que nunca acaba, que no te permite definir el paisaje más allá de tus pestañas. Y a veces, solo a veces, se dedica a cambiar los planes de aquellos caminantes que transitan el mundo.

Y ese día La Lluvia decidió hacerse río en dos caminos para que se encontrasen.

Así, hizo detenerse en seco a un Sabio que avanzaba con un carromato en el que transportaba las herramientas justas y necesarias para su supervivencia. Siendo un gran hombre en su comunidad, de respetada y fructífera trayectoria, había sentido la zozobra de la insatisfacción, cierto tedio por aquella correcta forma de vida, y había salido de su muy acomodada realidad para abrir más los ojos y llenarlos de nuevos paisajes. Para abrir más el pecho y llenarlo de nuevos aires.

Me contó un día, que a veces, sobre su carromato, observando la inmensidad del mundo, una poderosa fuerza de alegría le trepaba desde las entrañas y salía como chorro por su boca en forma de grito, haciendo bailar libres a las hojas y los espíritus que lo rodeaban. Así viajando, se sentía lleno de vida.

El Sabio avanzaba con el paso sereno de quien se siente dueño de sus pies y entregado al camino. Como dibujadas a pincel, su sonrisa y su mirada recordaban a un mar en calma. Poderoso y amable, entre danzas de suaves olas embelesa, meciendo el alma de quien se lo cruza.

Como buen sabio era curioso,durante su recorrido inagotable, disfrutaba de conocer las historias de otros caminantes y seres vagamundos. Trataba con infinito respeto aquellas vidas que admiraba y lo nutrían. Se volvió alquimista para transmutar y conservar aquellas leyendas, recuerdos y anhelos ajenos. Con cuidado y esmero los convertía en esencias, bálsamos y ungüentos curativos que guardaba en preciosos envases, tubos y frascos de cristal. Sin habérselo planteado, había conseguido convertir las vivencias (vividas o soñadas) en un tesoro aún más valioso que el oro.

Creo que había vivido varias vidas antes, y esta, le tocaba pasarla subido en su carromato, siempre en camino. De alguna forma había encontrado su lugar en el viaje imperecedero, y desde lo más profundo, deseaba continuarlo.

El día que la lluvia lo obligó a detenerse lo había empapado hasta los huesos y tiritaba descontrolado como una hoja. Detuvo su carromato largo rato bajo un refugio que, según me contó horas mas tarde, no alcanzaba ni para refugiar a un arbusto. Conversó con La Lluvia con infinita paciencia, le pidió de una y mil formas que le permitiese continuar, pero cuanto más argumentaba, más denso se volvía el diluvio. Visto que la lluvia no se planteaba permitirle continuar, tuvo que parar a comer algo y calentarse el cuerpo.

El día que La Lluvia me obligó a detenerme yo pensaba adentrarme por los senderos de una imponente montaña. Había caminado lo suficiente como para estar segura de la fuerza y la memoria de mis piernas, pero no tanto como para dominar el lenguaje de La Lluvia. Casi me pareció un chiste cómo se reía de mi, interponiéndose entre aquellos senderos que planeaba caminar y mis pies. Así me lo encontré al Sabio, cuando en busca de refugio y algo de comida tuve que parar.

Yo también había dejado atrás un cálido hogar para entregarme al camino. Había metido en mi mochila algo de ropa y un libro, pero cada vez que la abría sacaba valentía, que tenía que calzarme como botas para dar un paso delante del anterior. Partí en busca de mis raíces, y por el camino, sin saberlo, fui alimentando mis alas.

Creo que El Sabio sí supo verlo rápidamente. Con la paciencia y la serenidad que lo caracterizaban me fue mostrando su colección de boticario. Para mí, observar cada envase era como vivir un viaje diferente. Supo curar mis miedos con cataplasmas de aventuras ajenas y alimentar mi curiosidad con tisanas de leyendas.

Un día bastante gris, El Sabio y yo estábamos en la playa, él leía El Mar y yo bailaba sus danzas. Me llamó en susurro y sacó de una pequeña bolsa de cuero una semilla que plantó en mi pelo enmarañado.“Los planes cambian” me dijo sonriendo al saber que yo no entendía completamente.

Poco tiempo tardó en germinar esa semilla que me pareció insignificante en un primer instante. Rápidamente las raíces empezaron a enredarse entre mis huesos corriendo por mis venas, y clavándose en mi estómago. Del pelo me salían hojas, flores y frutas ya maduras. El Sol y el aire fresco me hacían crecer más, busqué agua de río para saciar la sed que sentía y me alimenté de las frutas que yo misma desprendía. Sentí el impulso de continuar el camino en busca de más ríos, Lluvia y Sol.

Mientras, el Sabio leía mi transformación, sentado aún frente al Mar. Me miró satisfecho, tomó una flor de mi cabellera para hacerla aceite esencial, en silencio la guardó en su carromato y se fue.

Ahora, ya convertida en Árbol Viajero, encuentro el alimento y la energía que requieren mis ramas en El Camino. Aunque a veces los inviernos demasiado duros, me sequen hasta casi creer que no queda vida en mis raíces, la semilla que plantó El Sabio vuelve a florecer.

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