“¡¿A DÓNDE IRÁS?!” decía un enorme y desgastado cartel promocionando una cadena de hoteles.

-Si pudiese, iría a un mundo abandonado por nosotros, donde los árboles hayan destrozado el pavimento con su longevo crecimiento, el musgo tapice aquel triste gris que nos sedaba, donde aquellos verduzcos tallos y copas danzasen al son del viento; un lugar con tan pocos humanos, que estaríamos condenados a vagar sin compañía, tan solos que por fin nos daríamos el lujo de aburrirnos-la soñadora Ania fue interrumpida por Clara.

-Yo iría a Francia, sé que es poco original, pero quiero ver con mis propios ojos una cultura tan diferente a la nuestra…- la chica de cabellos rizados seguía hablando, pero no había ningún receptor a sus palabras: Ania estaba embelesada ante la idea de aquel mundo, lleno de seres ocultos, sonidos que arrullasen las pobres almas errantes.

Al llegar a la estación de metro, tras despedirse de su compañera, Ania de disolvió en la muchedumbre y ya ubicada en el vagón, veía en las manchas asomadas por la ventana pequeñas pistas de aquel espacio que perseguía.

¿Cómo llegaría a aquel lugar? ¿Cómo sería su existencia sin el rastro incoherente de otros? ¿Cambiaría su forma de actuar al comprehender que, en aquel lugar, la fama es imposible?

Ya en su casa se instaló en la azotea, tarareando mientras tendía la ropa.

¿Llevaría algún libro, algún recuerdo de la moral de esta realidad? No, probablemente no. Temía que su ser fuese resquebrajado por el deseo de ser aceptada por su pasado, que este no le dejara admirar la realidad en la que estaría envuelta.

Se pudo observar la determinación plasmada en su rostro anguloso, sus labios delgados se curvaron y sus ojos relampaguearon. Sin molestarse en despedirse de sus padres, la joven Ania dejó su hogar.

Como cualquier ser desorientado con destino ya vislumbrado, los pies de aquella viajera construyeron el camino; atravesando una zanja que incluso el célebre tiempo había olvidado. La errante arribó a aquel mundo perdido en el espacio, evocado solo por ciertas almas hastiadas.

Ania se maravilló por el susurro del viento, por escuchar al silencio antes asesinado por los mundanos.

La chica yacía inerte entre las flores, contemplando a las abejas revolotear a su lado.

“Siendo forastera, es curioso” pensó intranquila “no tener quien te enseñe las costumbres de tu actual morada… pero tal vez esa es la razón por la que se rige este lugar, aquí todas las normas han sido olvidadas”.

Se despidió en silencio de su antiguo hogar, lugar que había moldeado su juicio.

-Ania- pronunció su nombre, sabiendo que nunca más sería articulado.

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