Casas antiguas velan sus pasos, ávidas por dar rienda suelta a secretos de familias de antaño y caminos pedregosos le conducen a paisajes únicos apenas observados.

Paul dedica todo su tiempo a imaginar esos ansiados viajes que nunca pudo disfrutar. Casi puede sentir los adoquines de las calles de algún pueblo perdido bajo sus pies. Tanto lo ha deseado que podría describir el acento de los habitantes de la región, incluso ponerles cara y asignarles ocupación.

Se visualiza siendo parte de sus conversaciones, compartiendo con ellos platos típicos de la zona y siguiendo sus consejos visitando los lugares que podrían ser de su interés. El silencio se deja atrapar por el sonido lejano de algún manantial. Con un poco de suerte hasta puede percibir las gotas de lluvia, de esa tormenta de verano que llega sin avisar, resbalando por sus mejillas y ese olor a tierra mojada que despierta recuerdos dormidos y sensación de bienestar.

Otros veces deja que su mente elija como destino el mar. Se sumerge en aguas cristalinas, siente la calidez del sol sobre su cuerpo, el olor a sal marina y la mirada cómplice de una joven que le resulta bastante familiar. Respira tranquilo dejándose arrastrar por la corriente…

Pero la gran mayoría del resto de sus días se enfrenta sin quererlo a la triste realidad.


Hoy ha vuelto a ocurrir, un joven extranjero ha perdido la vida al hacer “balconing” en una conocida zona turística de España, donde llegan en bandadas y pierden la cordura hasta el punto de tirarse desde un balcón hacia una piscina, sin ser conscientes de que en ese preciso instante en que toman la decisión , lo mejor que les puede pasar es que vuelvan a su país de origen en una caja de pino y lo peor que se conviertan en vegetales dependientes de una máquina por el resto de sus días.

Viajan a lugares paradisíacos y el culmen de su felicidad consiste en aparcar el culo sobre una hamaca el mayor número de horas posibles , bajo un sol de justicia embadurnados de aceite bronceador y portando la ansiada pulserita del todo incluido. Engullen cantidades desmesuradas de gran variedad de alimentos acompañados de litros y litros de bebidas alcohólicas y azucaradas, en sus ansias de amortizar el precio pagado por los días concertados.

Estos humanoides creen además estar en posesión de la verdad absoluta y ante gustos diferentes que no incluyan este tipo de divertimentos, aderezados con fotos de una felicidad superlativa subidas a redes sociales ansiosos de recibir el mayor número de ¨me gusta” posibles, se muestran incrédulos y se sienten el centro de una supuesta envidia malsana, pues en sus esquemas mentales la idea de que haya personas que no compartan sus aficiones no ocupa lugar.

Hay quien se atreve a decir que deberían remodelar los hoteles para que estas muertes no sucedieran y yo sonrío triste con una mueca casi imperceptible.

No piensen que soy un padre desquiciado por la muerte de su hijo en ese viaje que le regaló por su graduación , ni una madre histérica y medicada que ya no podrá acompañar a su hija el día de su boda, ni ninguno de los demás daños colaterales de estos dramáticos desenlaces, tatuados a fuego en la piel de aquellos que los amaron o conocieron. La realidad pura y dura es que yo fui uno de ellos. Parte de esa manada de irresponsables que se juegan a una ruleta rusa actualizada lo más preciado que tienen.

Quisiera gritar con todas mis fuerzas, que nadie más pensara que en estos viajes de desenfreno alcanzarán la luna o tocarán con la mano el cielo. Quisiera poder explicar con palabras lo que se siente al descender a los infiernos y quedarte atrapado para siempre en el silencio, pero hace tiempo que dejé de poder hacerlo.

Ahora a través del espejo de mi “no vida” redacto este post con la mirada, gracias a unos sensores que detectan los movimientos de mis ojos y los trasladan sobre un tablero de letras y expresiones reflejadas en la pantalla de un ordenador.

La letra pequeña de ese turismo de borrachera tiene un precio, tu vida no.

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