De setas y alucinaciones

De setas y alucinaciones

Ricardo GW

08/09/2019

Todo empezó el sábado, en la Serranía de Cuenca. Con unos amigos de esos que no abundan, los que son de siempre y para siempre. Nuestro plan era sencillo: pasar un fin de semana entre montañas, descubriendo los infinitos placeres que nos ofrece la naturaleza, y con el objetivo de recolectar toda seta comestible y sabrosa que se nos pusiera a nuestro alcance.

La cesta de las setas quedó llena, después de una larga jornada. Níscalos, boletus y rebozuelos quedaban citados para la noche del domingo con nuestros estómagos expectantes. Nos despedimos de Cuenca, de su luz y sus atardeceres, e iniciamos camino de vuelta.

Ya en casa, no esperamos ni diez minutos para preparar las setas: quitar la tierra, limpiar y trocear. Ajo, perejil, jamón….sartén. Una delicia. Las degustamos con placer, y fui a descansar merecidamente al sofá. Me quedé dormido y empecé a notar algo raro, algo estaba ocurriendo en el salón, y no daba crédito. Las paredes habían cambiado, un cardumen de peces voladores giraba alrededor de un pino emergente en el centro del salón y todo parecía flotar. Entraba en otra dimensión.

Sobre el sofá, recostado y con una pipa blanca lacada entre sus labios, un orangután vestido con sotana devoraba con avidez un ejemplar de “la evolución de las especies” de Darwin. Con sus gafas de presbicia, me miró, me hizo un guiño y sonrió. A sus pies, un dragón de Komodo enfundado en lencería roja manejaba el mando a distancia con precisión mientras comía pipas, prestando atención a un documental sobre unos seres humanos que masacraban a otros…

En el otro lado del salón, cada vez más grande y asemejándose a un palacio, un grupo de políticos departía amistosamente, tratando de encontrar soluciones a los problemas cotidianos de los demás. Todos se ofrecían voluntarios, todos pensaban en mejorar la sociedad y no en ellos mismos. Junto a estos políticos de nuevo cuño, un grupo de banqueros solicitaba permiso para reducir sus ganancias y ayudar a la gente más necesitada, rechazando cualquier concepto cercano a la avaricia, codicia o egoísmo. Sonreían. Justo detrás de los banqueros y sobre un escenario, Donald Trump reconvertido en mariachi cantaba rancheras al lado de su novio negro envuelto en una bandera arco iris.

Me llamó la atención un grupo de personas charlando sobre filosofía, ética, el sentido de la vida. Hablaban pausadamente, pero con pasión. No tenían móviles ni otros dispositivos, no sabían lo que era una red social, y se dedicaban simplemente a conversar. Disfrutaban, recordándome otros tiempos no tan lejanos. Mientras tanto, una bailarina de Degas danzaba por todo el salón bajo la atenta mirada del bebé en brazos del cuadro de Gernika, que había cogido vida y saltado del cuadro, y plantaba rosas en las macetas que no eran más que bombas vaciadas y recicladas. Las meninas de Velázquez saltaban a la comba torpemente con sus miriñaques, riéndose a carcajadas.

Poco a poco los efectos alucinógenos se desvanecían. El orangután empezó a difuminarse, y el dragón de Komodo desapareció. La estancia se hizo más pequeña, y todo empezó a acercarse a la normalidad. Me vi en ese momento en el sofá manejando el mando a distancia, con cierto dolor de cabeza, y con un documental de leones devorando a unas gacelas de Thompson. Cambié de canal para ver el telediario, y ya no había políticos humildes ni banqueros empáticos, y mi móvil tenía seis mensajes sin leer. Sin embargo, los seres humanos seguían matándose entre ellos.

Y comprendí por qué tantos artistas habían utilizado alucinógenos para la creación de sus obras: simplemente querían escapar de la realidad, que es lo que yo hice al confundir una seta “Boletus Dupainii” con una seta “Gymnopilus Enonyus”, conocida por provocar efectos alucinógenos y trastornos en la visión.

Un viaje inolvidable.

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