Eran dos desconocidos, Karl el primero. Mientras tanto yo, un intercesor en sus relatos me convertía en el espectador de una asombrosa y única historieta de expedición. Mucho antes de enterarme de la partida física de Karl, preparó una maleta de ropa cómoda y partió a los esteros del norte. Después de su largo viaje y de confesar su amor descalabrado, no sentí tanta tristeza como los días en que visité aquel lugar encantador.
Stuart era el segundo. Ambos, con una vida asimétrica, fueron la más grande de las coincidencias en mis hazañas. Recuerdo el enunciado de Karl con el alma despedazada, una frase en tono desvanecido:
―Escucha mi desgracia ―dijo. Y presté atención a sus palabras.
―Mi travesía con Laura parecía el principio del amor perdurable. Creía que llevarla a los esteros grises bajo un cielo degradado y escarlata, cambiaría su forma de vivir. Pero, afligido y resentido, zarpé por las orillas de un río empedrado a merced de la espesa selva que creaba todo un lindero verde. Huía de ella pues llegar lejos donde el afluente se uniera al mar la salvaría de mi impaciencia. Laura fue sincera y me dijo que no, un no tajante y demoledor y corrí a llorarlo. ¡Sí! Escuchar mi llanto, aunque el caudal del río lo silenciara mientras mi cabeza encorvada, reparaba el objeto que sostenía en mano y que sería ―y que no lo fue― el aval de su amor. Un viento suave y húmedo bailaba en todo sentido impulsando mis pasos, las aves cantaban o me deshonraban a ocultas, los ramales se desplomaban resonando como una música de triunfo para una derrota inesperada. Quería llegar y lanzar el objeto; entonces cuando el río se abría como una mano gigante tal como esperaba que Laura la abriese, el mar me recordó que nadie es pequeño para acabar de explorar. Me detuve en la arena muy cerca de las olas blanquecinas. Ahí, mirando el horizonte rojo, dije apabullado: Laura, eres una cobarde. Entonces lo único que me quedaba de ella, el joyero donde reposaba el anillo de oro en el que su nombre estaba grabado con perlas, lo lancé al mar, para el olvido. El principio de un amor extinguido es ahora mi padecimiento. Un viaje eternamente perdido.
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Después de asistir al triste funeral de Karl, resultado de un accidente trepando montañas desafiantes, realicé mi segundo y largo viaje en menos de un mes donde conocí a Stuart a cientos de kilómetros de distancia de los esteros. Era un hombre que ultrajaba el acento y las palabras, descolgaba las camisas rotas al borde de la cintura y los pantalones cortos baratos, en fin, un sujeto impertinente.
Una noche austera sobre la ciudad luminosa de Europa, fue testigo de nuestro impresionante encuentro; entre copas de vino caliente y el frío punzante, Stuart no sabía lo que decía. Me permito narrar, con modesta perspicacia y palabras razonables, lo que su voz mencionaba:
― ¡Estaba muerto! ¡Qué crees! ¡Oh, el bendito dorado como la luz de esa torre! ¡Siempre odié el nombre de Laura! ¡No, mi esposa tiene un nombre único, Lia, Lia como las perras! Pero aquella vez, sobre el bote y el mar de los islotes, muy lejos de aquí, ella quería lo más preciado que puede pedirte una mujer. Aquella vez, me miró fijamente y con una sonrisa tan hermosa como el sol que brillaba en el agua me confesó que el viaje sería eterno si yo le revelaba la sorpresa que tanto quería escuchar. ¡Maldita memoria! ¡solo había planificado un paseo tropical, unas cuantas cervezas y un baile de música ordinaria por la noche! Cuando recordé, supe que pedirle sus manos y entregarle lo que soñaba siempre, estaba muy lejos de alcanzarlo. Los pechos pomposos como la fruta de las palmas y la felicidad en su cara me preocuparon. Cerró los ojos despacio, aproximando sus mejillas coloradas contra las orejas al estirar sus labios. Ella esperaba que le dijera lo que no había planificado como el hombre que la amaba ―y aún la amo― pero ella ilusa, estaba segura de algo que no le iba a ofrecer. Tendió una mano y yo, quedé invadido de la pena.
―No fue el momento indicado de pedírselo… ―dije.
― ¿Pedir qué? ¡Dios santo! De la ardua preocupación la garganta se humedecía por la saliva, la mirada perdí sobre el agua y fue cuando encontré aquel tesoro. Era un joyero y lo más importante… ¡No me lo vas a creer! El anillo de oro y perlas. ¡Más brillante que la luz de la torre Eiffel! A la espera del regalo original, escondí el nombre de Laura y le dije que la sorpresa estaba lista por la noche.
― ¿Cómo ibas a dar un anillo de compromiso con el nombre de Laura? ―dije y por aquella vez, olvidé por completo la historia de Karl.
― ¡Ni en mi otra vida me vuelvo a casar! Ya eran cinco años amarrados y por la iglesia misma. ¡No hombre! Corrí al pueblo y vendí aquel anillo, corrí como alma que lleva el diablo y compré dos boletos de avión. ¡Y aquí estamos! En París, yo tomando vino, charlando con….
―Arnold…―referí.
―¡Arnold! Y mi esposa haciendo sus sueños realidad. ¿No te sorprende? ―el hombre soltó una risa formidable y resbaló de su mano la copa al suelo.
Cuando caminé por los jardines de la ciudad finalizando la medianoche, el nombre de Laura, un seudónimo tan común en cada viaje al que iba, no tenía importancia para mí. Pero entonces… ¿grabado en un anillo y desplazándose dentro de un joyero muy cerca de aquellas costas? Ya no había caso… No volví a ver la cara de Karl ni de Stuart. Solo me di cuenta de que una historia sorprendente como esa jamás podría superarla… al menos que nunca deje mi mochila y no olvide lo maravilloso de recorrer este mundo.
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