Nos encanta Pinilla, sobre todo, la era delante de la casa y el infinito paisaje lunar que se despliega ante nuestros ojos pero, a fuerza de ser barrida por todas las ventoleras del orbe, a uno acaba por resecársele la nariz y todas las cavidades del cuerpo, húmedas por naturaleza. Indefectiblemente, cada verano, acabamos con la piel cuarteada, el rostro ajado, los labios cortados. Es por eso que oír hablar de agua, en cualquiera de sus formas, le hace a uno soñar despierto y abrir mucho los ojos tratando de que brote de los secos lacrimales una gotita, muestra de reconocimiento y alegría. Pero, si además, la forma del agua que te mientan es ¡cascada! y dicen que cerca, que relativamente cerca de este páramo, ya solo piensas en zambullirte o, al menos, en meter allí los pies y la cabeza y dejar que el agua se derrame sobre toda tu piel maltrecha y la vivifique y puedas volver al pueblo con todas las membranas corporales habiendo recuperado su equilibrio hídrico y que, al menos por un tiempo, tus ojos puedan fabricar lágrimas y tu boca saliva… Se imponía una incursión exploratoria Y, lo mejor de todo, compartiría la excitante aventura con la prima Laura, un compendio de bondad, belleza e inteligencia.

Salimos de mañana y, al principio, recorrimos un camino ya trillado hasta llegar a la autopista. Había que franquearla dibujando con el vehículo los pétalos de una flor vertiginosa y pasando por delante de esa gasolinera, la que siempre rehuimos porque nos dan miedo las banderas y toda la panoplia de símbolos terribles que allí se exponen y donde todo el mundo parece haber perdido la cabeza. La sorteamos entornando mucho los ojos, como que no existiera, y nos internamos de seguida por algún Lodares ya más remoto hasta tomar, al fin, una desviación hacia una carretera estrecha y ascendente jalonada de roquedos rojos y verdores. Dejamos atrás algunos manzanos cargados de fruta pero de apariencia huérfana, sin los huertos que debieran circundarlos, hasta llegar al pueblo que tenía nombre de candela diminuta: Velilla. Quizá sin saberlo traspasamos entonces la frontera de lo real. La señora entrada en años con vestido corto y floreado y labios rojísimos que saltó de su coche, al ver el nuestro parado y a nosotras titubeando, nos dijo que ella nos iba a explicar estupendamente cómo llegar a la cascada y que no tenía pérdida. Para enfatizar más si cabía, introdujo su cabeza por la ventanilla y topándose con el rostro sonriente de Laura soltó sin poderse contener “¡Pero qué guapísima eres!”. Sus indicaciones nos dieron para, tras cruzar el pueblo por una calle descendente muy empinada, llegar a ese camino todo a la izquierda y seguirlo y ver, en un momento, las majadas que nos hicieron pensar en África. A partir de ahí, el camino ascendía y ascendía hasta perder de vista el río, tanto, que decidimos que habíamos errado. Volvimos al inicio y nos internamos en un caminito verde, que antes dejamos de lado por impensable, que bordeaba un riachuelo turbio y acababa en un rastrojo. Nuevo yerro y vuelta a la casilla de salida. Otro paisano amable al que preguntamos nos redirigió: a la altura de las majadas hay que salir por una senda de tractor. Enseguida veréis una mancha verde de chopos a pocos metros. Allí es. Llevábamos ya cierta prisa porque habíamos quedado en llevar a Pepe, con sus 92 años bien llevados, al afamado vermú de Romanillos que nos tenía encandiladas porque, sobre el vaso, de una anchoa enrollada que pende de un palillo, va goteando aceite que dibuja sobre el vermú manchas irisadas. Pero ya ¡cuestión de honor! volvimos sobre nuestros pasos y tomamos la senda indicada. Todavía nos pudimos equivocar una vez más y lo hicimos y más nos habría valido subirnos al monte y retirarnos allí a vivir pero, finalmente, aparcamos el coche y, casi al trotecillo, nos dirigimos hacia la mancha verde que acabamos por descubrir. El agua nos penetró simultáneamente por el oído y el tacto: el fragor al despeñarse y caer, el frescor… Y, enseguida, las voces.

Más nos acercábamos, más vocerío, carcajadas y gritos alocados. Nos descalzamos, cruzamos el riachuelo y el espectáculo que se ofreció a nuestros ojos nos paralizó. Todavía lo estamos. Los palos de selfie se cruzaban en el aire a pares, a tétradas, como en un combate de esgrima surreal. Un nutrido grupo familiar en todas las formaciones posibles se fotografiaba sélficamente delante de la cascada que sí, que existía pero… qué decepcionantemente se nos ofreció a los ojos. Ellos, haciendo el signo de la victoria, subiéndose a la roca y coronándola, ahora tú, luego yo, ahora

ponte aquí, ahora vosotros, cacareabantodosconsuslatasdemahouenlamanoysus- bañadoresconbanderitasdeespañatodoelratohaciendosefotosynosotrasintentando meterlospiesylacabezabajolacascadaysaliendoentodossusselfiesdemierda.

Nos fuimos de allí a todo lo que daban nuestras piernas pero, antes, lancé a la que más gritaba una pregunta “¿Qué río es este?” “¿Que qué río es este? Esto no es un río, majas. Esto se llama ¡La CHORRONERA!”

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