El cementerio está en el más absoluto silencio. Un silencio que encoge el alma. Aunque mi alma se encuentra bastante compungida. Asisto a su entierro. Solo somos unos pocos. Los débiles llantos y los tenues sollozos de los que asistimos a este último adiós llenan el aire de una melancolía que me abraza y casi priva a mis pulmones de aire.

La gente se acerca y, ordenadamente, me ofrece sus condolencias. Ahora veo cómo el ataúd en el que mi único hijo descansa va descendiendo pausadamente. Algunas lágrimas luchan por escapar de mi cuerpo. Ya han colocado la enorme piedra que desune la carne y la vida. Ha llegado el momento de sellar la estructura y casi creo poder oír una última declaración póstuma que no logro identificar como grito de auxilio ni como despedida.

Más allá de la verja, el mismo árbol que le vio morir. Ahora ha perdido una de sus majestuosas ramas. Me acerco a la tumba de mármol blanco. No he reparado en gastos para prepararle la que será su última cama. Me arrodillo y recito una breve plegaria a modo de despedida. Por último, una única palabra:

Adiós.

Han pasado dos meses. Hay una imagen que me busca, me persigue y me acosa incesantemente. Una soga gruesa y fuerte une el cuerpo a la rama de un solitario e imponente árbol. El aire llenando el espacio entre los pies y el brillante césped. Las hileras de tumbas, en primer plano, enaltecen toda la escena. Un aura oscura, esquiva a la vista pero perceptible, está presente.

Ahora me encuentro sentado en mi sillón, en mi salón, en mi casa. Frente a mí, un espejo de vestidor estratégicamente colocado para dar testimonio de mi desgracia. Me veo sentado, con un sucio pijama y mi bata de satén. Una barba rala y grotesca comienza a cubrir mi rostro, ocultando cuánto he envejecido en estos días. En mi cara, una expresión que da pistas sobre mi cordura. De fondo, se puede oír la televisión. “Entrevistamos a la mujer que acaba de dar a luz a quintillizos…” No soy capaz de recordar desde cuando lleva encendida. Junto a mi butaca, una mesita redonda, que sostiene una botella de Johnnie Walker medio vacía y un bote de tranquimazines medio lleno. Durante las últimas semanas he dado buena cuenta de ellos y la botella no es ni la primera ni la segunda.

Continúo sentado en mi sillón. Pasan las horas y mi mirada sigue perdida en el vacío. Los días se suceden y mi cabeza viene y va sin obedecer mis órdenes. Después de todo, mi desgracia resulta ser mi bendición, puesto que si nunca hubiera sucedido todo aquello, no estaría aquí sentado y ese pensamiento no habría llegado a encontrarme. Se me acaba de ocurrir la solución: ¿por qué no tener otro hijo? Después de todo, quita una pena a otra pena y un dolor a otro dolor.

Como soy soltero, me pongo manos a la obra. Lo primero es conseguir lo que necesito. Es la parte más fácil del proceso. Después viene la parte complicada, la de hacerlo realidad.
Pero mi deseo es fuerte, y mi decisión firme. La madera del árbol que le vio morir ahora podrá dar una nueva vida. Puedo seguir con empeño su desarrollo. Pasar de ser una idea a ser algo físico. Comienzo mi tarea. Mi serrucho cercena la madera con delicadeza y separa los retales sin compasión. La sublime madera comienza a tomar forma. Primero, un torso. Más adelante, un cuerpo. Un tenue rayo de luz se cuela por la ventana e incide sobre su rostro. Pero al llegar a su destino se multiplica por mil inundando toda la estancia de una luz perpetua y colosal. Cuando desaparece, siento cómo mi hijo comienza a ser.

Ha pasado otro mes. De nuevo, me encuentro sentado en mi sillón. Mi pijama y mi bata siguen protegiéndome y mi barba ya roza mi pecho. Frente a mí, el mismo espejo de vestidor. De fondo, la televisión sigue intentando captar mi interés: “A continuación el chico de 28 años que salvó a su propio padre de la muerte en el día de ayer declara: Solo hice lo que habría hecho cualquiera…” A mi derecha, la mesita del escocés drogado. A mi izquierda, ahora hay otra butaca, desde la que mi nuevo hijo me mira venerándome. Su cuerpo de madera, vestido con unos pantalones ajados por el uso y una camisa descolorida, descansa sentado y tumbado a partes iguales. La ropa le sienta bien. Le confiere un aspecto bonachón. Su cabeza, sin pelo, es completamente redonda. La piel de su cara, es oscura, igual que el cuero. Y una enorme cicatriz cruza la parte posterior entera. Abarca desde la frente hasta la base del cuello, como una brillante cremallera. Tiene una boca pequeña y la nariz es casi imperceptible. Los ojos, también redondos, son marrones y verdes a partes iguales.

—Papá. ¿Puedo preguntarte algo?
—Claro que sí, hijo mío.
— ¿Me quieres?
—Sí. Mucho. Contigo, ya no volveré a estar solo.
— ¿Me quieres? —repite.
—Claro.
— ¿Me quieres?
—Por supuesto que sí.
Por un momento, su insistencia me inquieta. Pero me mantengo impasible.
— ¿Es eso verdad, papá?
—Desde luego. Quiero que aprendas algo. No se deben decir mentiras por dos razones. Mentir tiene consecuencias y además seguramente harás daño a los demás.
— ¿Qué son las mentiras, papá?
—Mentir es cuando no decimos la verdad. Cuando transformamos la realidad a nuestro antojo. Cuando ocultamos algo o lo cambiamos para engañar a los demás o a nosotros mismos.
—Entiendo. Tengo otra pregunta. ¿Cómo me llamo?
—Tu nombre es Veritas. Significa verdad. ¿Te gusta?
—Sí. Te quiero, papá.

No puedo evitar que una sonrisa escape de mis labios. Mantenemos una conversación de padre a hijo y me encanta. Casi me hace olvidar… No quiero admitir mi soledad. Con estos pensamientos rondando mi mente, cojo una pastilla, me la meto en la boca, y la empujo a mi estómago con la ayuda de un buen trago de güisqui. La felicidad me sosiega y pasados unos minutos, el sueño me alcanza.

Abro los ojos. No sé cuántas horas han pasado. Tardo un minuto en tomar conciencia de la situación. Miro a mi izquierda. Veritas no está. Me levanto de mi sillón más rápido de lo que hubiera sido prudente. Mis anquilosadas articulaciones se resienten del veloz movimiento, provocándome un dolor que me hace aullar. Busco a Veritas por toda la casa. No está. ¿Dónde ha ido? No hay forma de saberlo. Vuelvo a mi sillón y me dejo abrazar de nuevo por sus mullidos brazos. Desde aquí puedo ver la puerta que da a la calle. Permanezco inmóvil, atento a la puerta, durante varias horas. Demasiadas para mis nervios. Sigue sin aparecer. Estoy muy nervioso. Decido tomar otro tranquilizante para sosegarme. Vacío media botella mas, contando con otra que previsoramente, cuando me he levantado, he traído de la cocina y que ya me acompaña desde la mesita. Ahora me pesan los parpados. Comienzo a estar muy feliz y a ver las cosas a través de una cortina translucida. Seguidamente solo veo una franja muy estrecha que se convierte en una línea delgada. Ésta sigue menguando hasta que finalmente desaparece y todo se vuelve negro.

Vuelvo a despertar. Esta vez, disfruto durante unos segundos del placer del descanso antes de abrir los ojos. Miro otra vez a mi izquierda y, para mi sorpresa, compruebo que esta vez Veritas sí esta. La alegría me hace sonreír, pero de pronto caigo en la cuenta de algo que convierte mi sonrisa en una mueca de pavor. Veritas sostiene un ancho cuchillo de carnicero con la mano izquierda y en su mano derecha faltan tres de sus dedos de madera. Él me está mirando. Tengo la impresión de que su nariz ha crecido desde ayer.

—Hola, papá. ¿Cómo estás?
—Hola, hijo. ¿Dónde has estado? —le digo—. Estaba muy preocupado. Tuve que salir a buscarte. No debes salir de aquí. Podría pasarte algo malo.
— ¿Saliste a buscarme? No debes mentirme, papá. Si mientes te pasaran cosas malas.
— ¿Qué te ha pasado en la mano, hijo?
— ¡Oh!, no es nada. Es solo que he tenido que probar que mi cuchillo cortaba bien. Y la verdad es que estoy muy satisfecho. No quiero que me falle cuando lo necesite.
— ¿Y para que lo necesitas?
—Para nada en particular, pero nunca se sabe cuando uno puede necesitar las cosas.
Miro hacia Veritas y compruebo que esta inmóvil. Sin embargo, una sonrisa en su rostro me hiela la sangre. Hay un momento de silencio. Mantenemos la mirada durante más de un minuto sin mediar palabra. En ese instante, de nuevo tengo la sensación de que su nariz ha crecido. Ya debe medir casi medio palmo. Comienzo a encontrarme nervioso. La situación no me gusta en absoluto.
— ¿Tienes miedo, papá?
—No. ¿Por qué debería tenerlo?
No es cierto. Por mi cabeza pasan toda clase de escenas dantescas. Un escalofrío me estremece. Confío en que Veritas no se percate de mi temor.
— ¿Sabes? Mientras he estado fuera he aprendido muchas cosas. Y creo que tienes miedo de mí. Y si me mientes te pueden pasar cosas malas.
Levanta el cuchillo un instante para hacerme ver que puede usarlo en cualquier momento. Me quedo en silencio.
— ¿Me sigues queriendo, papá?
—Claro que sí. Mucho. Eres mi hijo.

Volvemos a quedarnos en silencio durante unos segundos. Grotescas imágenes siguen sucediéndose en mi mente. El horror comienza a hacer mella en mí y el efecto que me provocan las golosinas blancas y el zumo ámbar es devastador. Finalmente, pregunto:

—Hijo mío. ¿Vas a matarme?
—No, papá. Yo también te quiero.
Su nariz mide ya casi un palmo.

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Crítica del jurado

I. También este cuento está lleno de aromas evocadores. Eso siempre es de agradecer porque añade la evocación como metáfora que refuerza la nueva historia. Muy buen final.

II. El narrador es poco fiable, un hombre desquiciado y delirante por el abuso del alcohol y las pastillas. En un curioso giro argumental se transforma en un alucinado Geppetto que crea una criatura de madera, más cercana a Chucky que a Pinocho. El texto tiene algunas carencias pero su final es brillante y estremecedor, hace replantearte el concepto de la paternidad.

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