SOBRE AQUEL VIAJE

“silviadevivar”

Yo tenia ese viaje adentro.

Lo tenía en el cuerpo hace algún tiempo, en el estómago o en las entrañas… Lo recordaba escurrido de un sueño o de un ensueño que era el más confuso, el más vago. Entonces la niebla acaparaba todos los sentidos, deformaba las imágenes, y estas iban perdiéndose de a poco en un cedazo, un poco más con cada sacudida hasta desaparecer, y después todo quedaba en nada y volvía a recomenzar.

En la vigilia, nada recordaba que pudiera poner en palabras, pero quedaban dando vueltas por varias horas pedazos de brazos, de sombreros, bocas que se abrían, manos que se agitaban, rostros conocidos y desconocidos, y la seguridad de que allí había habido un viaje… Entonces trataba de asir lo que pudiera, pero se escapaba.como una hidra en el agua Otras veces era un pulpo que, huía de mí y se me escurría. Yo le tomaba un resbaloso tentáculo esperando que aparecieran más imágenes, pero se me volvía a escurrir, y la lucha terminaba con el primer “buen día” que recibiera. Sin embargo, un tiempo más aún quedaba la sensación de un viaje.

En 1979 tuve un sueño muy vivido. Con el tiempo, llegué a dudar de que hubiera sido un sueño, un producto de mi imaginación o un gran deseo. Me había despertado en una cama de lo que parecía un hotel, tipo pensión de estudiantes. Mi entonces pareja, se había levantado, yo dormía. Él me llamaba, con un susurro al oído, y me animaba a recorrer la ciudad.

«Vamos, ¡estamos en Madrid!»

Recuerdo sensaciones: plenitud, felicidad, voluptuosidad. No había nada de particular en el sueño, si es que fue un sueño. Yo estaba despeinada, mis cabellos eran muy largos y livianos, Previa risa cómplice, nos abrazamos y la mirada intercambiada después fue tan intensa que hoy me parece que duró una eternidad. Mi risa contagiaba a Raúl y nos reíamos de nuestra propia risa. Recuerdo como si estuviera en un espacio sideral mientras sonaban campanas. Las atribuí a la catedral de la cual no tenía noticias. Fue muy difícil relatar mi sueño o encontrar motivos para relatarlo.

Unos meses antes de que se produjera el mencionado sueño, Raúl había tenido noticias de una beca para un posgrado. Con mucho rodeos me dijo que quizás se ausentara del país para ir a Navarra a hacer una especialización por unos dos años. Recuerdo que estábamos sentados en el pasto tomado mate en el parque Urquiza muy cerca del Planetario de Rosario de Argentina. Primero festejé, lo felicité, lo animé a que la aceptara. No recuerdo más, solo sé que esa beca no sucedió.

A veces, ya distanciada de Raúl, lejos de la época de estudiante, el sueño venía a mi memoria, y yo no sabía a qué se debía tan inoportuno episodio. También acudía a mí cuando la nostalgia me embargaba, cuando no admitía mi tristeza y los caracoles de la memoria me llevaban por cuevas difíciles de describir. En esas tardes o noches -siempre eran tardes o noches – que oscilaban del paraíso al infierno y viceversa, recordar aquel sueño me detenía y me modulaba. Era entonces cuando admitía mi tristeza.

“En las raíces más gruesas de la memoria corre una savia espesa y lenta que no se renuevan tan fácil, que lleva lo más importante”, dice José Vasconcelos en uno de sus relatos, y yo la guardé en mi memoria. Ahora nada más, agrego :

«Hay además una porción de las raíces gruesas que es inmutable como su savia que corre como la miel en un pico vertedor, como si esa porción con su continente todo, contuviera el genoma. Pueden las raíces desmembrarse y partirse en mil pedazos, desparramar su contenido, pero las de esa porción única llevará consigo, no una parte, sino la información completa del genoma con sus códigos indivisos. No se es consciente de los genes que se transporta, se hereda, se dejan impreso, se imana desde los hijos. Yo no sabía que ese viaje había sido planeado.

En el año 2017, cuarenta y cinco años después del sueño, estaba de viaje por Madrid y, como una revelación, viajando a Atocha, mientras miraba desde el tren los parques de Aravaca, sentí que, durante aquel lejano sueño, se había instalado este viaje en el mismo cuerpo. La misión era viajar a Madrid.

– ¡Yo sabía! – dije sin querer.

– ¿Qué? – dijo mi hijo.

– No, nada…

Me di cuenta que había llevado la intención de ese viaje como un mandato impreso que hasta ahí ¿desconocía? Nunca lo mencioné, – menos a mi psicóloga. Ese viaje ¡tenía condiciones! ¡Ja! Debía ser con quien más amara en el mundo; y ahora estaba ahí, en Madrid, ¡con mis cuatro hijos! Me sentí plena. ¡Madrid la antigua! ¡Madrid la milenaria! ¡La bella! (“Allí donde se cruzan los caminos, pongamos que hablo de Madrid”.) El paseo del Prado, la Plaza de toros, La puerta de Alcalá, El Reina Sofía, Siglo de Oro, Cervantes, Góngora, y…,

No sé cómo aquel viaje fue cambiando dentro de mí. Incubó como esa mosca que fue larva y crisálida después. Ahora lo sé. A lo largo, del tiempo larval, cambió tanto el deseo que no lo reconocí hasta ese enero en que, teniendo los ahorros suficientes para veranear, no me decidí por ningún destino. No lo podía explicar y el verano se fue.

Una mañana recibí un mensaje:

– ¿No vas a ningún lado?,

– Si, – contesté, – a Europa –Me salió–. Y agregué :

– Por eso no salimos este verano, iremos en el otoño.

No era cualquier viaje, me acababa de enterar. Apenas vi a mi hijo menor, le pregunté si estaba dispuesto y tres horas después la reunión familiar era una fiesta, una preocupación, una calculadora andante, una búsqueda de datos por todos los medios: Google, libros, mapas, consultas por mensaje, revistas, folletos…

Cuando estuve la primera vez en Europa, nada de eso ocurrió, y tampoco recordé mi sueño de 1979.

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