Una parte de la familia se había ido, descubrieron la tranquilidad lejos de las grandes ciudades y se instalaron al oeste del país. Ellos eran cinco, los padres y sus tres hijos, todos graciosamente parecidos.
La más grande, la hermana mayor, no tuvo problema de dejar su viejo hogar, estaba de acuerdo con su madre. Pero un pedazo de su ser quedaba en aquel disturbio de ciudad, su abuela…
Su abuela, con sus cabellos rubios y agradable sonrisa, recibía a su nieta cuando la visitaba. En las mañanas, cuando no había clases y la niña tocaba su puerta, ella se tomaba el tiempo para juntas ir a la panadería y comprar variedad de deliciosas facturas. Luego desayunaban acompañadas de aquellas dulzuras y unos ricos mates.
Ella rezaba por sus hijos, su marido, pero más que nada por sus nietos. Las figuras de los santos y la virgen adornaban su heladera, junto a la imagen de un actor fallecido, muy querido por esta mujer.
La tristeza de aquellas dos por la repentina separación fue muy grande. La niña, casi adolescente, mientras viajaba por la autopista, dejando la zona urbana, se acercaba a las imponentes montañas. Guardaba ¿Qué guardaba? Guardaba las imágenes de sus seres queridos, los que dejaba atrás, a su abuela amada, los guardaba en su corazón. Era un rito, como una forma de llevarlos siempre a pesar de la distancia. Aún pasando los años el sentimiento perduraba, la abuela quería estar con su nieta y su nieta con su abuela.
En los senderos, al pie de verdosas montañas, las casas de algunos habitantes desprendían aromas a jazmines, rosas y otras variedades. El color de cada flor y su perfume traían recuerdos: el patio de la abuela. «A la abuela le encantan las flores». Y así, pensando en su ser querido, retomaba su caminata hacia la que ahora era su casa.
Pasando los años, esta niña, ya no tan niña, vuela a sus raices para reencontrarse con los guardados en aquel viaje que alguna vez emprendió.
Ansiosa por haber bajado en la parada correcta, procede a caminar por una hermosa calle de piedras hasta llegar a un enrejado verde, toca timbre y una mujer de ojos claros, aparece.
«Salomé», gritó la anciana conmovida que reconoció a su nieta, habían pasado veinte años.
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