Desde un banco de piedra, a la puerta de mi casa, y bajo una destartalada galería, observo Las Muñecas. Apenas una docena de casas abrazadas por dos ríos tan pequeños que nunca merecieron un nombre y que, al terminar el pueblo, se juntan formando el Tuéjar,que se va silencioso, sin decir ni adiós, buscando un mundo más grande.

Ya me iba por ese camino de hierba reseca y tierra que da a mi casa, cuando algo me detiene y tira de mí de una forma inexplicable, es un olor a pan, a calor, a dulce y salado… es la hornera. Un habitáculo de piedra sin valor ninguno y atiborrado de cachivaches que un día fueron objetos útiles y hoy, con la labor cumplida, descansan abrigados por un manto de polvo, telarañas y olvido.

Al entrar, tropiezo con un cesto roto yunas madreñas que aún conservan el barro reseco de algún camino y me invade una extraña sensación de nostalgia y calma.

Y entonces la veo. Allí está ella, mi madre, inclinada sobre una enorme artesa y envuelta por un sutil polvillo blanco que envejece aún más su eterno pelo gris. Silenciosa… como siempre. Esta amasando una mezcla hecha de harina, amor y cansancio, dando forma a las hogazas que, tras su paso por el horno, acabarán en un arcón donde reposarán unos días; no tantos como ella quisiera porque nueve hijos son muchas hambres que saciar.

Me siento sobre un tosco escaño y observo. La escena no puede ser más entrañable: allí se libran en silencio batallas de sonidos, de olores y fatigas imposibles de percibir si no miras y escuchas con el alma.

El chasquido de una chispa me trae olor a roble, a leña ardiendo y al pan que cuece lentamente. La bocanada de humo que se escapa furtivamente del horno parece pacifica, pero se transforma en jirones que te alcanzan y te abrasan la garganta y los ojos, sirviéndole de excusa a mi madre para sus lágrimas.

El techo reclama mi atención con un quejido de madera y atiendo al lamento de las vigas escondidas por la costra de los años, encorvadas por el peso de la matanza con ese penetrante olor a salitre. Ahora entiendo el empeño por criar aquel cerdo maloliente y gruñón, que nunca llegué a comprender cómo, muriendo cada año en aquella macabra matanza, seguía estando allí. Yo pensaba que era siempre el mismo cerdo.

El susurro de la harina me devuelve a esa masa blanda y cariñosa, tan dolorida ya como las manos que se empeñan en estrujarla y convertirla en pan.

En la esquina de la hornera un montón de patatas arrugadas, arrinconadas por unos travesaños, traen olor a tierra, a sudor de mi padre excavándolas. También traen los gritos de mis hermanos recogiéndolas en cestos y el silbido del viento, enredado en el pelo de mi madre, mientras las vuelca en el carro.

Dos viejas lecheras oxidadas me transportan a esa cuadra donde ella, sentada en un diminuto taburete, ordeña con la cabeza apoyada en la panza de Mimosa, luchando con el sueño porque la luna aún ilumina el pueblo y apenas deja ver la silueta de mi padre, que ya se pierde monte arriba. Ahora me llega el olor y el sabor calentón de la leche recién ordeñada y las tostas de nata y azúcar se pegan a mi paladar y a mis recuerdos.

Siento el frio de aquellas gélidas madrugadas en que los dos cruzan el pueblo; ella con el viejo caldero dirección a la cuadra, él con la linterna que le orienta por el oscuro fondo del valle hasta subir el repecho del monte, donde la luna toma el relevo y lo lleva hasta la boca de la mina. En ese punto apagará la luna y encenderá este triste candil que cuelga de la pared de la hornera, como única luz en esa tumba negra donde va enterrando su vida y cubriendo de carbón sus sueños, sin importarle, porque para él, Virginia y sus hijos son su única vida y que no nos falte de nada, su único sueño. Ahora me huele a carbón y tristeza.

Apoyados en la pared, unos sacos de trigo esconden olor a polvo, dolor del trillo que les pasó por encima y el griterío de la gente en la era, convirtiendo un agotador día de trilla en casi una romería. Hombres sudorosos, niños saltando sobre trillos, mujeres preparando gavillas, mientras otras organizan la comida colectiva a la orilla del rio, donde acaba todo el pueblo al medio día, a la sombra de las salgueras, dando tregua a sus cuerpos.

Reflejada en el viejo balde de la esquina, veo a mi madre de rodillas a la orilla del rio, frotando la ropa sobre una losa. Siento olor a jabón y sosa, a aire limpio que baila con la ropa en los tendales. La veo tender primorosamente las prendas claras sobre la hierba y huele a verde, a sol y a blanco.

Y así, sentada sobre un escaño en la vieja hornera, hipnotizada por sonidos que ya no suenan, por olores que ya no huelen, por calor de fuego y de madre que ya no arden y rodeada de tanto cansancio viejo, he viajado por el tiempo y he visto reflejada en viejos objetos la dureza de unas vidas, que no supe ver cuando estaban vivas.

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