Un paso fuera de la esfera

Un paso fuera de la esfera

«¿Ustedes qué hacen en este pueblo? Tengo que decirles que aquí… »

No era necesario que la señora continuara hablando, todos sabemos que en mi país el silencio es sinónimo de violencia. Callamos para intentar evitar que penetre en la esfera donde queremos que transcurra la vida. Mi esfera estaba casi impoluta, algunas riñas menores y un asalto a mano armada eran todo en mi lista, era un sujeto bastante suertudo (y no lo digo irónicamente). La esfera de esa señora, en cambio, era una que se adivinaba casi completamente destruida, sus ojos alegres eran una de sus pocas defensas contra el enemigo que se pavoneaba por aquellas calles de asfalto desgastado. «No permitas que se enteren de que sus rifles te intimidan, que no sepan que sus rostros inhumanos te congelan en medio del sol michoacano». Algo así debía pensar por las noches la señora que nos indicó cómo llegar a la terminal de autobuses más cercana.

Ella se preguntaba qué hacíamos en su pueblito devastado por el plomo que defiende su derecho a ostentar el poder de las drogas. Nosotros también nos lo preguntábamos. No éramos soldados, agentes encubiertos o periodistas. Éramos un par de imbéciles, imbéciles y tacaños que, en su afán por pagar menos para volver a su hogar después de unas vacaciones, confundieron un nombre de la inmensa capital de su país con el ignoto nombre de un lugar que para el mundo no existe. Era como terminar en Silent Hill pero con narcotraficantes en lugar de entidades paranormales.

Lo bueno es que no habíamos sido tan idiotas, al menos habíamos comprado boletos para el autobús de la mañana, así que recién entraba la tarde cuando nosotros entramos en cuenta de que no íbamos a la capital. Cuando comprendimos nuestra situación, mi estúpido amigo buscó en su teléfono inteligente un poco de información sobre el lugar al que íbamos a llegar. Toda la primera página de los resultados de la búsqueda se componía de diferentes sitios de noticias comunicando el mismo suceso: el alcalde del pueblo había sido asesinado. Sí, lo único que sabíamos sobre nuestro destino es que la máxima autoridad institucional tenía balas de alto calibre como sendos adornos corporales.

El transporte ni siquiera nos dejó en la estación, nos dejó varados en medio del pueblo. Mi compañero de viaje no disimulaba su terror, yo sabía que debía fungir como su fuente de tranquilidad, aunque él temblara yo debía platicar con naturalidad forzada. «Bueno», me dije, «no es gran cosa, seguro pasamos desapercibidos y pronto llegamos a la central de autobuses del pueblo»

Fue la señora más amable que encontramos, la de la esfera casi destruida, la de los ojos alegres, la que instaló en mí el temor que mi amigo ya transpiraba. Ella de inmediato detectó nuestras esferas capitalinas. Hermosas esferas de realidad idealizada, donde un fusil no te quita el protagonismo, donde el ambiente casi huele a primer mundo. ¡Por supuesto que no íbamos a pasar desapercibidos!

Lo peor era que las instrucciones de la señora contradecían a las que habíamos recibido del conductor del autobús que nos hizo el barato favor de trasladarnos de la farsa mexicana a la verdadera condición del pueblo mexica. En efecto, si el conductor decía «abajo», la señora decía «arriba». ¿A quién creerle? Fui más estúpido que mi amigo, pues yo le creí al obeso conductor y él a la señora. Por suerte él tenía más fuerza de voluntad gracias a estar controlando el miedo que empezó a tener desde antes de bajarnos del autobús y al que yo recién había sucumbido. Así pues, tomamos la ruta sugerida por la señora.

Pronto estuvimos en la central de autobuses, que no era más que una pequeña casita con los horarios colgados en la pared. Quisiera que esta parte fuese una exageración en pro del efecto narrativo pero no, lo cierto es que de haber tardado un solo minuto más en llegar a la estación, hubiéramos perdido el camión de regreso a la cuidad y hubiéramos tenido que esperar al siguiente, que llegaba al anochecer, siendo engullidos por aquel lugar antes de poder escapar.

En vez de eso corrimos a un destartalado autobús, cada quien con una galleta rancia de cortesía y un brote de alivio en nuestros cuerpos. Unas cuantas horas después ya dormitábamos con tranquilidad sobre un vehículo más acorde a nuestras esferas citadinas. Al llegar a la cuidad tuvimos que caminar muy de noche por un barrio descuidado y lleno de personas potencialmente agresivas pero por alguna razón ninguno de los dos temió. Aquí sí éramos un número más, un par de individuos irrelevantes que, gracias al azar, pudieron volver a sus camas sanos y salvos.

He caminado por muchas junglas, he navegado por ríos embravecidos y he salido a conocer países diferentes al mío pero solo ante los ojos de la señora del pueblito perdido he viajado fuera de mi esfera. Y, la verdad, espero no ser tan idiota como para tener que volverlo a hacer.

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