No me lo merezco

No me lo merezco

Polanesa

03/09/2019

El norte argentino es fácil, barato, tranquilo. Un día levantás el dedo en San Miguel y, de repente y sin querer, ya pasaste el Mollar, Tafí, Amaicha del Valle. Otro día querés llegar a Cachi sin morir en el intento y resulta que amaneciste ahí. En algún momento te bajás de un micro en Purmamarca, con todos los bultos a cuestas, y te reciben con espuma, talco, cerveza y saratoga.

Uan, chu, uan chu zri for, cantan los nativos a los turistas. Son las tres de la tarde y todos están ebrios; te bañan en vino mientras los diablillos corretean a tu alrededor. A las tres y media, vos también estás ebrio. Y muchas gracias porque, en medio de tanto carnaval, no hay lugar donde acampar. Entonces yirás por Humahuaca, conociendo gente, compartiendo fernet, bajo la lluvia o sobre ella. Al décimo día llegaste a la Quiaca y cruzaste a Villazón. Simple.

Bolivia es muy distinto. Sí es barato, tranquilo, con tanta gente hermosa como allá. Los carnavales son más coloridos y más fisura. También más cerrados. Pero no es fácil. De turista, quizá, sea más sencillo, pero vos no tenés plata para andar haciendo turismo. Despilfarrás un poco en el salar de Uyuni y que no se te ocurra nada más. Porque Bolivia es muy barato, pero todo está hipermercantilizado. Si quisieras sacar cuentas, la mitad de tu efímero presupuesto se fue pagando baños, terminales, peajes y agua.

Hay una pequeña paradoja con todo lo foráneo. Por un lado, hay una notoria aversión hacia los extranjeros. Comprensible. Vos, con la cara de gringo que tenés, no zafás. En las innumerables agencias turísticas tenés la posibilidad de regatear todo hasta la nada misma pero, por lo demás, te ven extranjero y los roles se invierten:

—¿Cuánto está esto?

—Nueve.

—Pero ¿ahí no dice cinco?

—Diez.

Es agotador. Te atacan pensamientos que lindan lo estúpido e hipócrita y querés mandar a todos a la mierda. Vos sos tan latinoamericano, sobreexplotado, hundido en la miseria, como cualquiera, lacóndelaló. Sin embargo, por otro lado, no es raro encontrar residentes con remeras en inglés, autos con calcos de Las Vegas o Policía de Nueva York y cuestiones por el estilo. De hecho, es común. Casi todos los nenes con los que te cruzás tienen nombres anglosajones y muchos de ellos te hablan en inglés.

—¿Qué lo qué?

Where did you come from?

—No, yo, argentino. Español. Inglés cero.

Y se quedan mirándote como si los quisieras perjudicar.

En Tupiza agarrás un mapa que no señala nada y encarás para unas minas de plomo abandonadas que figuran en algún punto próximo. Tu idea es guiarte con la ayuda de la gente que te vas cruzando, hasta que al fin caés en la cuenta de que estás en el norte. Siempre todo queda «derecho, derecho», o «ahisito nomás». Por casualidad, encontrás el camino correcto y te topás con un grupo de mineros. No estaban abandonadas, se ve.

Los mineros venían de hacer un ritual por el carnaval, así que no podés pasar a las minas o te va a caer una maldición. Te quedás compartiendo unas birras con ellos. Vos, una Huari regional; ellos, una Schneider patria. Lo que se llama intercambio cultural.

El más ebrio de los mineros está convencido de que vos (al igual que el resto del mundo) sos canadiense. Y te comenta, como excusándose, que hace poco una pareja de canadienses quiso conocer las minas, que al tipo lo dejó pasar y se hizo amigo, que después lo llamó por teléfono. A ella no, porque no dejan entrar mujeres. Con todo esto quiere explicarte y asegurarse de que entiendas que no es que no te deja pasar por gringo (aunque no te dejarían pasar siendo mujer), sino por aquel ritual sagrado. Pero todo bien con los gringos. Te jura y perjura que todo bien. ¡Sí! Si no tiene drama. Le caen bien los canadienses. Ah, sos argentino… Le caen bien los canadienses.

Ambos extremos te lo hacen notar. Los que te aceptan y los que te escupen con la mirada. Pero no podés dejar de pensar que todo tiene una razón, aunque te dé bronca.

Otro día, en La Paz. Estás sentado en la vereda, tomando agua, un poco mareado por tan repentina urbanidad. Un tipo pasa y te dice:

—No tomes eso que hace mal. Tomá Coca Cola.

Nunca entendiste. Es ironía o lo qué. Nunca entendiste.

Entonces llegás al sur de la Isla del Sol, que es tan paradisíaca que no creés merecerlo. Y esa es la frase más recurrente. ¡No me lo merezco! Aunque después te cruzás con gente que lo merece menos que vos. Algún porteño que continúa con el reloj de Buenos Aires, apurando y sacudiendo a los lugareños, intentando hacerlos reaccionar ante una realidad que no existe, ante un tiempo que no corre. Hay quienes llegan al paraíso y no lo notan.

En Perú pasan cosas y debés emprender el regreso. Desandando lo andado, la vista es menos mágica, más incómoda. Otra vez el turismo, el regateo, la mercancía. Acá el tiempo tampoco corre, pero sí corre la vida. No te queda más que buscar el griterío de las terminales. ¡Potosí, Potosí! ¡Villazón, Villazón! Vuelta exprés a la patria.

Todo vuelve a la normalidad. Volvés a degustar empanadas de carne, de queso, y no solo de papa. Tenés la seguridad de que podés conseguir frutas baratas, fiambres y lácteos fríos, cervezas heladas (aunque no puedas pagarlas). El costo es mayor, pero el dinero pierde valor. La gente te saluda solo por pasar cerca. Nadie te trata de gringo. Y si te llegara a tratar, sabés que podés responderle con un «gringa tu vieja, pelotudo». Volvés a la ruta, despegás el pulgar y te vas a donde sea. Tirás la carpa por ahí o por allá. Los perros te siguen, te guían, te acompañan. Todo está bien. Excepto por una cosa.

Ya no estás en Bolivia.

Marzo, 2011

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