Trepé al avión que me devolvía a Madrid, rematado, casi pidiendo ese momento. No tanto por llegar a España, como escapar de allí, de Nueva York.
Pasé las dos últimas semanas de este viaje en el imperio de todos nuestros individualismos, Wall Street. Me salvé por los pelos de tener que sufrir en esa misma calle el amontonamiento de fogosos festejando la muerte de Osama Bin Laden, un linchamiento en toda regla. Me fui un día antes. Tener que leer en el Washington Post publicando en su primera plana “Púdrete en el infierno”. Esa violencia que perpetúa los Estados Unidos y que liquidó a los aborígenes en su avance hacia el Oeste, para citar solo algún caso, a varios patriotas cubanos, puertorriqueños o filipinos a partir de 1898, a Sandino o al Che y otras mugrientas operaciones que la CIA perpetró en Sudamérica…disparando a matar y luego dando las explicaciones pertinentes.
Me da que a esta ciudad desde la distancia la vivimos con una perspectiva muy reduccionista, las pelis, con sus polis, raperos, sus saxos, bandas, violencia y desquicies, junto al canto ensoñado de los turistas. Pero es que ella ¡es reducida!, como el carácter anglosajón…perennemente invernal, superficial, ciudad sin complejidad, desagradables, cuadrada en desconfianzas… en ella los fugitivos con una atronadora ambición materialista, puritana, conviven en una concentración plural pero increíblemente aislada en sus mundos. En una ruidosa, agresiva y violenta enajenación…snob.
Nueva York es dura, inhóspita. Epítome de las razas.
De plástico. Sillas de plástico, taburetes de plástico, tenedores de plástico. Que no te sientes mucho a contemplar nada, porque el plástico es un poco nada en lo que pensar o tocar. Para que te retires pronto y no permanezcas absorto o pasmado. La gente no encuentra mucho tiempo para demostrarse que puede sentirse. De hecho, lo constato a cada instante. La agresividad lo impregna todo; los detalles están por todas partes. Los estéticos y los de una rabia contenida. Apretada, fastidiosa. Colorida. Como la del manso Scott, contándome una anécdota en la que veo saliéndole del rostro un tizne de orgullo al narrarla. Resulta que al ver rondar por su barrio, bastante pijo, durante varias semanas, a un yonki medio molesto con la gente, decidió comprar un picador eléctrico, un taser; una picana, un artilugio del medio evo para descargar voltaje. Y a las dos de la mañana, de una noche cualquiera, esperando ese momento para encontrarlo durmiendo, él, Scott, pudiera acercarse sigilosamente y soltarle una enfática descarga de corriente al pobre infeliz. No se supo nada de él. Desapareció del barrio….al final los americanos pareciera que todo lo resuelven con corriente, según sea la falta, el voltaje…
De vuelta de Brooklyn a Manhattan, regresando en autobús me ocurre una anécdota tremenda a mi parecer, no digna de recordar. Resulta que llegando a la parada final, unos minutos antes, una joven de 27 años aproximadamente, se descompone mareada y falta de aire en autobús hasta las trancas de gente. Pide y necesita salir de allí. Tenía pinta de ser una lipotimia. Estaba en frente de mí. Nadie pareciera interesarle su desvanecimiento. Estábamos en la parte trasera, por lo que decido levantar la voz y pedir a la parte delantera que paren el autobús y abran las puertas. Todos permanecen impávidos, inertes. Vuelvo a levantar más la voz y finalmente pego un grito: Stop the fucking bus! Someone tell to the bus driver to stop the car, someone needs to get out, a woman is dizy. Mi inglés no es que sea muy bueno, pero el grito lo decía todo. Nadie me hace caso, y no me creo que la gente calle. La chica está que se va a caer en cualquier momento. A mi lado nadie actúa, excepto Mónica y yo. Y no escucho una sola voz en la parte delantera que le dijera al conductor que pare. El autobús prosigue su marcha y vuelvo a pegar otra voz, pero nada. Aquí todos en silencio adormilados, sedados. Un par de minutos después el bus se detiene en su parada final. La chica sale descompuesta a sentarse en un banco; sólo necesitaba aire y no trasciende a más.Nadie se acerca a ella para ayudarla. Yo me enfilo a la parte delantera para hablar con el conductor y preguntarle si no me había oído. Él indiferente a todo, como un zombi, me responde que no puede detenerse en ningún otro lugar que no sea una parada. Mi réplica sobre que una mujer se estaba desmayando, se la suda. Que el conductor dentro de su muerte en vida, me lo diga vaya y pasa, pero que un pasajero de mediana edad que salía del autocar me señalara que estaba claro que el autobús no puede pararse y que va en contra de las reglas, me encabrita. Le pregunto ¿qué reglas?, él responde “First the rules!”... Y así de un puñetazo me dejó clara una posición ante el mundo, un modelo de vida, de adocenamiento grave ante una posible emergencia. Le pregunté que lugar ocupaba lo humano en su lista. Sin responderme me preguntó si quería que llamáramos a la ambulancia… Bullshit!
Que cincuenta neoyorkinos metidos en un autobús estuvieran totalmente paralizados, insensibilizados, me inquieta. Me preocupa. ¿Puede uno en esta ciudad acabar viviendo en ese entumecimiento vital?, ¿pueden los reflejos de mediana filantropía acabar tan estropeados? Me deja un sabor amargo esta breve anécdota. Un autobús es un buen muestrario humano en una ciudad como ésta. Nadie, y repito: digo nadie, tuvo un leve gesto de empatía con aquella ciudadana. Lo que me da que pensar, añadiendo lo que una chica de aquí me contó… “Aquí Arturo, hace no mucho, una mujer que pedía socorro, entró en una comisaría porque se sentía mal, nadie supo atenderla bien o escucharla, y se desplomó. Murió de un infarto. Salió en los periódicos, fue un caso famoso de indiferencia civil”
¿Será ser este el verdadero frío del que todos me avisaban en esta ciudad? Así las cosas.
OPINIONES Y COMENTARIOS