PRESAGIO EN LOS ALPES

PRESAGIO EN LOS ALPES

Sandra Queen's

30/08/2019




Asumían mi histrionismo como un llamado de atención o un clamor de ayuda. No tenía conductas depresivas, no era silente por el contrario; siempre dejaba huellas cada vez que pasaba por mi mente un pensamiento suicida. Sufría de delirios eso sí, pero mi carga emocional se disimulaba cada vez que portaba con orgullo mi uniforme y sumaba millas a mi Currículum Vitae. No podía “descolgarme de mis deberes” aunque mi mente me exigiera diariamente acabar de una vez por todas con esa condición que lesionaba mi aliento en una orbe de idiotas que sin piedad se burlaban.

Había perdido tanto mi subjetividad, que me arropé con el derecho de quitarme la vida, en una conducta voluntaria para dejar de lado tanta presión que me asediaba y poder hacer respirar tranquilos a los que se asfixiaban con saberme entre su ambiente. Pero, la huella debía ser mayor que sus rechazos todo eso sí, sin dejar notar mi realidad emocional disfrazada de pantomima.

Era la mañana del 24 de Marzo allí, en las entrañas de la hija del imperio Carolingio, en la imponente ciudad Condal, se gestaba y daba vida al que sería mi último viaje. El cielo adornado de lo que fuera el recuerdo de los regalitos de Perseus la noche anterior que sin guardar apariencias, se reproducían como conejos para alimentar el ímpetu de quien tenía el privilegio de observarlas.

AirBus A3020-211, 149 almas con destino a Alemania. Su interior, una mixtura de razas y también de ilusiones. Los ojos de las personas brillaban más que nunca pues en cada silla había una historia, un anhelo, un motivo. Los rizos dorados de la niña belga, se entorchaban más cada vez que sus pálidos dedos daban vuelta entre sus manos, mientras su madre desprendía una retahíla de sus labios en forma de rezos que sólo ella comprendía, podía suponerlo; cuando poniéndome frente a todos, acompaño mi ansiedad con un suspiro y una mirada de 180 grados que esculpía en mi memoria cada uno de sus rostros. Era como si, sus historias se imprimieran en mi cabeza, la película de su vida se adueñara de mi cerebro y se resistiera a salir de allí. Todas, cada una, 149 vidas, 149 memorias, 149 leyendas. Al entorno lo irrumpía sigiloso un orfeón que podía percibirse tan suave como agradable. Los cantantes del Liceo Barcelona hacían uso de su mágica virtud que vestía de gala sus cuerdas vocales. Risas, estornudos y uno que otro quejumbroso que reclamaba un despegue prematuro. Todo era natural, solía echarle una ojeada a mis compañeros de viaje y atreverme mentalmente a lanzar uno que otro juicio de valor.

Pero, miradas penetrantes como queriendo descargar sobre mis hombros la esperanza que no pudieron guardar en su equipaje, lograron inquietarme y por supuesto confundirme. Ellos, los diez y seis y la maestra quien por el rabillo del ojo los miraba, disfrazaba su altivez con un poco de garbo para no delatar su fatiga, tan solo contoneaba su cabeza en señal de aprobación a lo que ellos comentaban.

Debía terminar la excursión de mis pupilas, era hora de volar. Mi conducta, que por lo general tenía doble faz, me hacía ver tranquilo aunque por dentro mi corazón se quisiera desprender de sus tejidos. Los minutos fabricaban mi deseo de causar protagonismo, el efecto debía ser tan triunfalista como mis ganas de ser recordado pero, mi egocentrismo caprichoso y dependiente me obligaba a buscar estrategias de emergencia, tan posibles como urgentes, no había lugar para la huida o la lucha, la adrenalina hacía su trabajo y se multiplicaba por mil. Me sentía invalidante pero ya desvirtuado, estaba convencido que no existiría una coyuntura siamés unida al mismo objetivo. Era ahora o nunca.

Y ahí estaba el timón, en su trono izquierdo como un manjar en una bandeja de plata esperando el comensal que pudiera devorarlo de un solo bocado; lo tomé con ambas manos como declarando el cataclismo que me obligaba a continuar, aseguré la cabina y me abandoné a mi suerte. Mi conciencia era semejante a mis pensamientos y también a mis deseos por lo que no existía una mínima dosis de arrepentimiento.

Fantaseaba con la muerte, el morbo vestido de sevicia despejaba el panorama y ahí estaban los Alpes… Panecillos enfilados con azúcar impalpable; blancos, excitantes y su toque verdecito se asomaba retraído, humilde, modesto; era mi momento. Las risas, los ruegos, los llantos, las oraciones y las historias quedarían sepultadas para siempre, no pensaba en otra cosa, mi única intención era morir y matar aunque la desintegración de mi identidad sutilmente me agobiara.

Comencé a descender sin compasión, sin anestesia como quien quiere dar la estocada final de manera apresurada, precoz, brutal. No era yo, de mi no quedaba nada.El uniforme cubría el armazón de lo que un día fue un humano. Mi pulso aceleraba tan rápido como el descenso, ellos dormían, confiaban, y yo dirigía la nave hacia mi propio sepulcro, que en minutos ya sería compartido.

11:00 AM cierro mis ojos y mis oídos amputan el rastro de lo que fuera cualquier murmullo. Ciento cuarenta y nueve almas abandonan sus cuerpos, la mía los observa sin saber a dónde ir, solo puedo sentir como mi piel se desintegra en un hervor penetrante, indecible, que subía de los pies a la cabeza. Estaba confundido, absorto, ensimismado, si yo hice a fuerza que la nave descendiera ¿por qué lo que iba quedando de mi cuerpo se elevaba tan rápido como el humo que emanaba de ella? La respuesta a mi pregunta me acercaba más a lo que sería para siempre mi refugio; el mismo que labré en la tierra cuando ni siquiera imaginaba cual sería mi desenlace. Estaba siendo ceniza bajo la planta de los pies de los que yo mismo había exterminado. No sé dónde se encuentran; solo sé que aquí donde hacen gala los lamentos, el crujir de dientes y la inútil pesadumbre, mi alma se revuelca en un eterno y diabólico castigo.

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