Después de soportar tanto tiempo encadenado en un sitio estrecho y sucio, bajo el sol y recibiendo desperdicios por comida y agua sucia por bebida, algo en su ser le advertía que la muerte estaba cercana, el instinto de supervivencia le ordenaba librarse, atacar con lo que le quedara de fuerza a sus captores y emprender el camino de vuelta a casa.

Cada noche se repetía en sus sueños las escenas del día en que de tajo fue arrancado de su hogar, separado de los suyos. Cada noche con voces indecibles, con débiles chillidos recordaba lo reconfortante de su familia, el amor que recibía, todas las atenciones, los juegos y los paseos que en ocasiones se prolongaban hasta el atardecer; el aroma de muchas cosas gratas, de la madera vieja de los muebles, del pasto del parque, de la comida servida con amor y tantas otras vivencias que le permitían reconstruir el escenario de esa vida anterior.

El conjunto de esos recuerdos y el profundo anhelo de volver a ese estado de paz, permitieron su fuga de aquella prisión en la que fue encerrado por mero morbo. Una noche, uno de sus captores entró ebrio al recinto, dejando la puerta principal abierta, sin pensarlo mucho, se le abalanzó con fiereza, logrando asestar un golpe mortal al inicuo, quien cayó al suelo desangrándose, momentos después forcejeó con las cadenas que le apresaban hasta que pudo desprenderse. No estaba en su naturaleza ser violento, pero la desesperación y el sentir la muerte cerca sacaron su lado más primitivo. La mitad de la tarea estaba hecha, ahora solo debía ponerse en marcha.

Guiado por su instinto, caminó toda la noche hasta que quedó rendido en una banqueta apenas unos minutos antes de que saliera el sol. Durmió. Despertó de golpe gracias a un balde de agua helada seguida de unas cuantas patadas e insultos; conforme caminaba, la sed y el hambre se hacían cada vez más agobiantes y ya estaba oscureciendo. Derribó un bote de basura y fue grande su alegría al ver algunos pedazos de pollo frito a medio comer y un pan con jamón mohoso, el agua la obtuvo lamiendo una botella que alguien dejó medio llena. La basura de uno, el tesoro de otro. Así fue su primer día de viaje, similar fue el segundo y el tercero y todos los que le siguieron en la odisea tercermundista que se prolongaría por un tiempo indefinido.

La vida en las calles no era sencilla en ningún aspecto, cada mañana se levantaba adolorido y hambriento, buscaba cualquier trozo de pan o carne putrefacta para alimentarse, bebía de cualquier fuente pública, charco o de la lluvia misma, que cada vez que caía le helaba los pulmones. Su estado de salud era fatal, todo su cuerpo estaba lleno de llagas y cicatrices de golpes que recibía cuando intentaba conseguir su alimento. Las costillas se le miraban con facilidad, las moscas lo seguían de día y los mosquitos se alimentaban de él por las noches; su cuerpo entero servía de recinto para toda clase de insectos y criaturas parásitas. Se estaba quedando sin pelo y para colmo de males, las legañas le obstruían la visión.

Perdió la noción del tiempo, los recuerdos de su vida anterior eran tan distantes que cualquiera dudaría de que realmente tal vida existió. Lo único bueno que sucedió con el pasar de los días y semanas, fue que las personas dejaron de golpearlo, ahora todo el mundo lo ignoraba o lo miraba con asco, en el mejor de los casos le arrojaban las sobras de lo que fueran comiendo y seguían su camino. Sus huesos le pesaban, ya solo deambulaba sin rumbo y sin esperanza de volver a ver a su familia y ellos seguramente también habían desistido de buscarlo. Ya no le importaba comer, beber algo y lamer sus heridas era suficiente para su subsistencia, caminaba por inercia, el cansancio y la hambruna lo tumbaban al suelo y lo levantaban para reanudar la caminata en intervalos inexactos.

Una mañana de domingo, sin saber cómo, se encontró en un sitio que le resultó familiar, su sospecha se confirmó con algo que clarificó su memoria: un aroma. Aunque su nariz que ya no funcionaba tan bien como antes, percibió el olor de los muebles viejos de madera que estaba arraigado en sus recuerdos, quiso correr, pero el cuerpo ya no le daba para tal tarea, así que caminó haciendo pequeñas pausas para descansar, hasta que llegó a un callejón, se adentró a este y avanzó hasta una casa con un gran jardín, se estiró y empujó el viejo cerco de madera, avanzó hasta la entrada y se durmió.

Horas después, alguien abrió la puerta y al hacerlo sintió alegría, sorpresa, nostalgia y temor por la vida del que dormía afuera a la vez. ¡Benito regresó! ─ Exclamó el niño que abrió la puerta y corrió a alertar a su madre, quien al salir gritó y llamó a su esposo. Este también quedó atónito, con sumo cuidado levantó a Benito y al corroborar que aún respiraba, lo llevó a su auto y condujo en busca de ayuda profesional e inmediata. Ambos volvieron al anochecer, madre e hijo prepararon comida, agua, sábanas y demás para atender a quien había vuelto a casa. Las lágrimas estuvieron presentes, pero pudo más la felicidad de ver de nuevo la cola de Benito agitándose en señal de que también estaba feliz.

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