Arrastré la maleta en dirección a ellas caminando a paso lento. Mi corazón latía fuerte. Cuando nos separaban apenas unos pasos, me detuve y pareció que todo se congeló. Intercambiamos miradas nerviosas sin movernos y sin lograr articular palabra alguna. Nos examinamos unos a otros, en parte para ver cómo reaccionaba cada quien y en parte esperando que alguien, cualquiera, hiciera algo más. Finalmente, y para sorpresa de todos, fue Astrid, la más pequeña, quién apuró el paso hacia mí y me envolvió con sus brazos.
Empecé a preparar ese viaje diez meses antes, pero el inicio de todo se remontaba al día veintidós de abril del año anterior, cuando Celeste me habló por primera vez. Yo había publicado un pequeño relato autorreferente en una de esas típicas secciones «háblanos de ti» de un sitio web y ella me envió un mensaje para decir que le gustaba el estilo de mi presentación. Ese día compartimos nuestras redes sociales e iniciamos una conversación de esas que no terminan nunca.
Celeste vive en España y es escritora. Tiene un apellido que cuando apenas nos conocimos me resultaba impronunciable. Es madre de dos hijas, Katherine y Astrid, que ahora tienen 9 y 8 años. El tiempo fue dejando en evidencia que tenemos muchas cosas en común y nació entre nosotros una conexión muy intensa, que nos dejaba la sensación de que nos conociéramos desde toda la vida. Pese a la distancia, nos involucramos en una relación muy estrecha que oscilaba entre la amistad y otros sentimientos que el anillo en su dedo nos impedía reconocer, hasta que un día simplemente lo hicimos. Sin necesidad de ponernos de acuerdo, habíamos creado una lista de palabras indecibles, palabras que contenían sentimientos que no nos podíamos permitir como amor y deseo, pero finalmente lo hicimos; nos expresamos sentimientos que eran demasiado grandes como para ignorarlos y dejarlos pasar.
Su matrimonio había dejado de funcionar bastante tiempo atrás y ella cargaba sobre sus hombros todo el peso de su casa, de su familia y de todas las responsabilidades, dejándose a sí misma de lado en un «auto-olvido» triste y solitario. Mi experiencia se limitaba a un noviazgo de siete años durante mi adolescencia y que había terminado hacía bastante, por lo que no lograba entender cómo una mujer casada, además siendo tan especial, podía vivir abandonada afectivamente.
Juntos construimos nuestro propio universo, que nos unía a pesar de los más de diez mil kilómetros que había entre nosotros. Nos escribíamos cartas a la antigua y nos enviábamos libros, fotos y enigmas, para sentirnos cerca. Las relaciones a distancia están estigmatizadas como algo descabellado, informal y destinado al fracaso, pero ambos nos sentíamos amados, seguros y en confianza con el otro de una forma que no se había dado con las persona que teníamos cerca. Ante esto, nos permitimos soñar. La libertad, cuando no se tiene, no es fácil de conquistar, pero al menos es una opción y eso alimenta la esperanza.
Mientras dejábamos que lo nuestro madurara, empecé a intercambiar mensajes con sus hijas, quienes siempre tenían curiosidad por saber qué hora es en mi país, cómo son los perros, qué cosas comemos, a que hora me levanté o si por fin me rasuré la barba.
Después de un año y medio de una amistad con límites desdibujados por el amor ya confeso, decidimos que no podíamos dejar pasar más tiempo para el primer encuentro. Los vídeos, fotografías, llamadas e intercambio de regalos por correspondencia nos habían funcionado bastante bien, pero el siguiente paso se hacía cada vez más necesario, por lo que nos pusimos manos a la obra. Ella me ayudaba con la planificación de mi ruta de viaje, de modo que pudiéramos coincidir en algún lugar un par de días, y yo me ocupaba del vuelo y de las negociaciones de mis vacaciones en el trabajo. Llegada la hora, hice la maleta con una sensación de incertidumbre inexplicable, casi como si en ese viaje fuera a conocerme a mí mismo. De las más de veinte horas de viaje, considerando las dos escalas, habré dormido cuatro o cinco y de manera intermitente.
Al bajar del avión perdía seguridad con cada paso. ¿Qué pasaría si al final, estando frente a frente, descubríamos que no eramos tan compatibles como pensábamos? ¿Y si no le gustaba? ¿Y si los que decían que esto era una locura tenían razón? Cientos de preguntas me bombardeaban hasta que vi sus ojos azules. Luego llegó la paz y el silencio. Primero sonrió con ojos emocionados y apresuró el paso hacia mí, dejando a las niñas atrás. Luego, como si hubiera un muro en frente, nos detuvimos. Me temblaron las piernas e intenté disimularlo. Intercambiamos miradas nerviosas sin movernos y sin lograr articular palabra alguna. Nos examinamos unos a otros, en parte para ver cómo reaccionaba cada quien y en parte esperando que alguien, cualquiera, hiciera algo más. Finalmente, y para sorpresa de todos, fue Astrid, la más pequeña, quién apuró el paso hacia mí y me envolvió con sus brazos. La levanté en el aire y la apreté fuerte contra mí. «Por fin nos conocemos en persona» le dije, y ella me respondió con una sonrisa. Luego se acercó Katherine, quién me ofreció un abrazo tímido mientras todavía tenía a la pequeña colgando del cuello.
Entonces llegó el anhelado momento. Habíamos acordado que, dadas las circunstancias, sería un encuentro solamente de amistad, y para asegurarlo había llevado a sus hijas al aeropuerto, pero el mundo desapareció en un segundo y nuestros labios se buscaron como si tuvieran vida propia. Sentí que después de tanto viajecito por el mundo disfrutando de mi «feliz soltería», había encontrado un hogar. Lo único malo es que ese hogar no era el mío. Nos habíamos encontrado fuera de tiempo y tarde o temprano tendría que rehacer la maleta y volverme por donde llegué, pero finalmente decidí esperarla. No fue nada fácil, pero ahora disfruto sus besos, las ocurrencias de Katherine y de Astrid abrazándome con sus manitos pequeñas.
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