“Aquellos fértiles y frondosos lugares

que ayer fueron huertos repletos de alimentos

hoy son moribundos rastrojos colmados de azares,

con una empalizada que se la lleva el viento.

Wilmer Lúquez, El paraguanero en su agonía.

Otra vez, el zumbido de los zancudos, una calembe e´ calentura y ese terco tiritar rompe huesos componen tu séquito nocturno, y claro no podía faltar la paroniria de siempre: por el camino que conduce al frente de la casa se aparece un pollino negro cargado con grandes alforjas, un pollino fino, de llamativas facciones humanas, no se muestra extraviado, va derechito a la ventana de la sala de la casa como si conociera claramente su destino. A medida que se acerca toma un aspecto exiguo, se seca, babea, se le trastocan a colorao los ojos, Victorina no puede moverse victima del garrotillo mientras mira por la ventana como se aproxima el pollino, al encontrarse cara a trompa, el equino saca su acartonada lengua como para lamerle el rostro pero de repente cae fulminado. Cuando ella lo observa nuevamente ya es una osamenta.

Corre el año 1905 en el caserío de Yabuquiva– Península de Paraguaná- los últimos aguaceros de octubre fueron maníficos como dirían las comadronas. Paraguaná es una península de unos 3405 km cuadrados situada al noroeste de Venezuela que sobresale como una coriana cabeza hacia el septentrión del país. La península es azotada permanentemente por los vientos alisios del noreste lo que imposibilita que en ella se posen nubes de lluvia, cuando los vientos amainan pueden producirse unas pocas precipitaciones al año, ese pequeño período pluvial es vital para una población que no cuenta con un solo río o lago superficial. El paisaje paraguanero es exuberantemente seco y desértico, plagado de tunas, cardonales, cujíes y toda una pléyade de especies vegetales resistentes a climas extremos y que comparten en común estar revestidas de espinas de todos los tamaños y colores.

Paraguaná es un peladero de chivos salvo en los meses de lluvias cuando el maravilloso pedacito de tierra hace honor a su toponimia en lengua caquetía -conuco entre mares- de repente todo es un vergel, los huertos florecen, sobreabunda el maíz, el millo, la pira, la sandía, el melón, la auyama, el pepinito de monte, algunos excéntricos campesinos cultivan la lechosa, la piña y hasta el mango. Los frutos silvestres también hacen su ofrenda a la vida, hay semerucos, chigüares, caujaros, taques y diferentes tipos de bayas. La estación lluviosa trae consigo prosperidad y el desarrollo de la vida en todas sus manifestaciones. Hasta casi la primera mitad del siglo XX los pobladores de Paraguaná en líneas generales se dedicaban a la actividad pastoril, específicamente a la cría de chivos, criaturas que con el transcurrir de la estación se veían regordetas y alegres, la pesca era otra de sus actividades de subsistencia. Desde la época de los caquetíos el abastecimiento de agua se hacía obedeciendo al régimen natural de lluvias, la única fuente permanente de líquido es muy pequeña y la ubicamos casi en la cima del Cerro Santa Ana, su elevación permite la condensación de nubes en un área remota que recibe constante goteo pero que no es suficiente para abastecer siquiera a los pueblos ubicados en sus faldas, el agua de lluvia se conserva en pozos, aljibes o jagüeyes, también pueden hallarse algunos milenarios ojos de agua.

Con el final de los risueños meses de lluvia -como a todo placer lo asecha un suplicio- aparecen unos excepcionales y prehistóricos zancudos, fiebres, diarreas y un calor húmedo que asociado con el sudor frío de las calenturas tercianas produce extravagantes temblequeras. El período seco reserva una pequeña sorpresa para los paladares ávidos de néctar frutal, los cactus -cardones, lefarias, tunas y buches- nos regalan suculentos manjares. Se trata de los populares datos, brevas, comojones y buches especies de higos xerófitos -revestidos de espinas claro está- con un sabor incomparable en el mundo vegetal.


Mapa Físico y Político de la Provincia de Coro, tomado del Atlas Físico y Político de la República de Venezuela de 1840, realizado por Agustín Codazzi.

Victorina, ferviente católica, asistía sin falta alguna so pena de pecado mortal a las misas de Isaías Montiel, el cura de Moruy. (poblado alejado una legua y media al este de Yabuquiva que contaba para ese entonces con el templo más cercano, Iglesia San Nicolás de Bari).

Iglesia de Santa Ana, fotografía tomada del Blog del Centro de Historia de Paraguaná. Nos regala una estampa clásica de «Aquella Paraguaná» de principios del siglo XX.

Todos los domingos Victorina confesaba el tormento que sufría a causa de su pesadilla repetitiva, el cura, adelantado por remisión propia en lo que respecta al sempiterno oficio de desentrañar artificios demoníacos le advirtió que su sueño era protagonizado por El Mulo Entequetao, un borrico diabólico, que según la tradición popular marchaba cargado de funestos presentes -en vísperas de la llegada de los españoles a la península de Paraguaná, los indígenas del área central se sorprendieron grandemente (aún estando advertidos) al tener el primer contacto con Europa a través de un burro extraviado que se acercó a la zona, el Mulo Entequetao marcó el preludio del holocausto del pueblo caquetío- luego de un sentido ave María purísima pronunciado por Victorina, replicado instantáneamente por el sacerdote con un entrevero de señales de cruces, el docto religioso procedía a prescribirle una indiscutible fórmula de absolución compuesta de una retahíla de Padres Nuestros y Aves Marías cataplasma que servía como la panacea- junto con las chispeadas de agua bendita y la cruz de ceniza- de todo clérigo contra las más elaboradas artimañas empleadas por el maligno. Aparte exigía una «piadosa» colaboración pecuniaria en calidad de limosna.

La acoquina’ Victorina murmuraba al salir de misa: “¡ooj! Ahora sí pue’ con esa ensalma´ manífica que me echó el cura y con la moneda que le puse en la busaca voy a dejar a ese pollino atrevío tatareto pa’ siempre”.


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