Historia de una bala

Historia de una bala

Rivas

26/08/2019

Fue comprada, junto a otras cincuenta balas, en una tienda de caza y pesca. Estuvo una temporada entre libros, botellas de ginebra y hojas de papel manuscritas. Aguardó paciente su turno en una excursión de no más de tres días en la que sus pares consiguieron penetrar la carne de innumerables patos silvestres, faisanes y liebres. Volvió a ser arrojada a un baúl oscuro y húmedo en donde, con el transcurso de los años, adquirió una mancha de moho que le arrebató su dorado original. Cruzó océanos, estepas, sabanas y ciudades enteras. Asistió a días y noches de caza de jaguares y elefantes. Oyó el grito de las bestias y la sonrisa de los hombres. Volvió al reposo en una habitación cálida y húmeda. A lo lejos escuchó las palabras día a día más incoherentes, el ir y venir de las visitas y cuando todos se habían ido, el maullar de los gatos. Un día cruzó, como tantos otros, una franja de mar que separa dos mundos y se instaló una vez más en la tierra que la vio nacer.

Vivió sus últimos años en el silencio más absoluto.

Cuando ya había perdido toda esperanza, comenzó a ser sacada con frecuencia del baúl en el que vivía recluida. Pasaba horas entre unos dedos o en la palma de una mano sintiéndose observada. Estaba segura de que en cualquier momento sería su turno, pero a pesar de eso, siempre tras esas horas de suspensión y espera volvía a su lugar en el baúl.

Hasta que una mañana fue extraída sin que apenas se diera cuenta. Despertó cuando había sido encajada en la recamara del rifle. Era su momento. Saldría de la casa y tras la descarga volaría unos segundos para entrar en la carne fibrosa de algún ciervo o entre las plumas de un pato que pasaba volando. Pero en lugar de eso estuvo unos minutos quieta en la oscuridad, escuchó la respiración agitada, el clac del percutor y luego de la detonación, ese instante tan esperado: se deslizó por el cañón, rompió un hueso frontal, atravesó la masa esponjosa de un cerebro, destruyó un hueso parietal, salió despedida llevándose con ella la sangre y la vida, viajó un par de metros para incrustarse en un cuadro promocional de las fiestas de San Fermín y se detuvo ahí, liberando, segundos después, el humo de su propia agonía entre la T de Ernest y la H de Hemingway.

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