A ella le resulta curioso que, después de haber pasado algo más de un año, la mayor parte de las cosas que se encuentra a su vuelta tenga la impresión de que siguen igual. Piensa que es razonable que encuentre de la misma manera su mesa de trabajo, con la foto de su niño, un bebé todavía, en sus brazos durmiendo; con los cubiletes de los lápices y rotuladores; con el teléfono, el teclado y el ordenador y con algunos montoncitos de papeles que todavía no sabe bien lo que son. Piensa que es normal que siga ahí el gran panel de enfrente, con esa espectacular foto de su Nueva York soñado. Está también igual esa pared de su despacho con los grabados de Willy Ramos y Pep Montoya y el ventanal desde el que vislumbra el gran patio del palacio. Le parece que entra dentro de lo normal que estas cosas permanezcan lo mismo, que nada haya cambiado. Solamente le sorprende un poco cuando la pantalla se abre para dejar a la vista un escenario de iconos que lo esconden todo, a solo un clic del ratón, desplegando cientos de documentos.

Sin embargo, comprueba que son también las personas las que siguen igual. Y no es que haya cambiado su aspecto, que los encuentre más canosos o más mayores o más delgados o gordos, al fin y al cabo solamente ha pasado un año. Lo que nota es que siguen iguales sus actitudes, sus gestos, su manera de reaccionar antes las cosas, su comportamiento, sus miradas. Así, nota a éste igualmente crispado por lo de siempre, a aquél con el mismo pasotismo, a esa otra con aquellas quejas de toda la vida por lo poco que consideran su trabajo, a ese con la parsimonia con la que se ha enfrentado a todo desde que le conoce, o esa que sonríe amable como siempre lo hizo.

Tiene esa sensación, sin ser nueva, que hace que le parezca que el tiempo no ha pasado porque oye las mismas palabras de las mismas bocas y el mismo discurso que dejó en ese tiempo de atrás. Y lo que le resulta más llamativo: ¡los mismos asuntos!, que parece que se quedaron congelados y que ahora resucitan. Nada ha cambiado, piensa, no hay cosas nuevas, ni proyectos nuevos, ni nuevas actitudes, ni nuevos intereses.

Y de esta manera, después de las sonrisas amables del recibimiento, de los besos y manos que la estrechan cariñosos o cordiales o indiferentes, de las frases amables de “tienes un aspecto estupendo”, casi enseguida, nota que todo, las cosas, las personas, siguen como si hoy hubiera sido el día después del que se ausentó. Siente una sensación rara que, por una parte, le da tranquilidad porque todo continúa sin que se haya perdido nada; pero, por otra, siente que ha pasado un tiempo real, que su mente no puede dejar atrás, como si hubiera estado dormida o en coma.

Las semanas han pasado como un torrente que ha estado a punto de arrastrarla. La realidad del hoy se impone sobre el pasado, la vida fluye y no importa que no estuviera aquí, que no se ha perdido nada y puede volver sin el vacío de lo que no ha vivido en su empresa. Eso le da ánimos para enfrentarse a las cosas que ahora le piden hacer, casi las mismas que dejó meses atrás. Pero nota que se enfrenta a ellas sin estrés, sin la presión que da esa necesidad imperiosa con la que muchas veces se le pide todo. Se enfrenta a ellas sabiendo que no son tan importantes, que no son tan apremiosas como muchos pretenden. Probablemente esta actitud de distanciamiento le va a permitir hacer mejor los trabajos que le pidan, con la conciencia de que, aún llegando a ser importantes, lo verdaderamente importante en su vida no está aquí.

En fin, que entrar en esta dinámica, con optimismo, o en esta rutina, con aburrimiento, va a hacer que se queden atrás aquellos días aciagos. Los informes, las reuniones y la apariencia de que todo es lo mismo es una sensación de extrañamiento. Pero está bien, se siente bien, y eso la pone contenta, le da una tranquilidad y sosiego que parece que necesitaba, después de tantos miedos e incertidumbres, que el tiempo difumina como algo necesario para seguir viviendo. Teclea el mismo ordenador, su mano coge el mismo teléfono, ve pasar por el mismo sitio a las mismas personas, vuelve a tomar el mismo café en la misma cafetería. Mira más fijamente que antes a sus compañeros, ellos no lo notan, sonríe más abiertamente. Les ve con las mismas caras de indiferencia, de disgusto, de desagrado, de hastío, de agotamiento, no es nada con ella, lo sabe, es con la “situación”, nada ha cambiado. No nota ninguna energía positiva, no nota ninguna ilusión, nada de entusiasmo.

Encuentra en esta vuelta al trabajo una paz interior que no llegaba a tener en esos largos días de ausencia. La paz de saber que la normalidad ha vuelto, que encaja en esta nueva dinámica recuperando el ayer de la normalidad, el ayer en el que no estuvo angustiada por el futuro. Y es esa continuidad ficticia de su vida allí, en esa oficina, la que, a pesar de todo, le proporciona el equilibrio que cree que necesita en esos momentos.

Y así, siente que van pasando los días de prueba para ver si puede seguir con lo que hacía. Sabe que de alguna manera no es la misma, pero hay por dentro en ella una especie de deseo de que todo siga igual, quizás para olvidar, quizás para no pensar en que ya estará para mucho tiempo con la amenaza de que aquello puede volver, una amenaza que ahora no la paraliza sino que más bien la impulsa para vivir. Es ese deseo de vivir el que ahora la llena.

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