El sol brilla de forma intensa esta tarde. Estoy saliendo del banco de la ciudad y se me antoja caminar después de tanto tiempo que no paseo por el barrio; pasar por la plaza de enfrente a la oficina municipal, frente al correo y a la catedral. La brisa fresca de agosto atenúa el calor del sol en mi rostro. En mi caminar observo los altos y viejos edificios llenos de detalles, dos leones dorados, esculturas de ángeles talladas sobre unas columnas infinitas, cruces y mármoles adornándolo todo. Noto al mirar a los costados, que los bancos de la plaza muestran caras preocupadas; ya había observado esas caras dentro del banco. Bajo la vista, y veo a un niño harapiento que me ofrece pañuelos descartables, compro 3 paquetes que nunca voy a usar, aún conservo la vieja costumbre de los pañuelos de tela. Entre la gente diviso a dos personas durmiendo en la plaza, tapados hasta la cabeza, solo dejan apreciar dos bultos bajo la vieja frazada. Escucho un sordo crash!, intento mantenerme dentro de mí, dejando afuera el frió y la desolación de la ciudad, mi casa está a pocas cuadras.
De repente recuerdo que de chico me decían que sea buen hijo. También recuerdo que los grandes, y sobre todo mi viejo, me decían tenés que estudiar. Mi viejo en esa época también decía otras cosas, como “vos te pensás que yo voy al baño y hago plata”.
Recuerdo la escuela y la bandera. Ahhh! La patria; como me gustaba el tema de la patria en esa época. El himno, la bandera, el guardapolvo blanco. Esa época, recuerdo era toda celeste y blanco, mi cuaderno estaba lleno de banderas y de patria y amor para todos y todas. Las maestras siempre decían lo mismo, «tenés que ser bueno, tenés que estudiar». Recuerdo el comedor público de la escuela y los niños haciendo cola para comer, en ese entonces no entendía porque no podía ir también.
Recuerdo el primer día en la facultad, era inmensa, el edificio más gigante y frío al que había ingresado. Yo desorientado, no sabía bien para donde tenía que ir, no conocía a nadie y nadie me conocía a mí. Todo el mundo caminando de acá para allá, todos parecían mayores que yo, parecían más inteligentes, y además, parecía que todos sabían dónde tenían que ir, pero yo no; me metí en dos clases equivocadas antes de dar con la mía. El viejo salón estaba abarrotado de alumnos y la escasez de pupitres se hacía notar en el fondo, donde todos estaban apoyados sobre dos viejas mesa de mármol de disección.
Si algo aprendí de la vida, es que las primeras impresiones no son exactamente las que importan. Y mi amor por la facultad se extendió por ocho años. Admito que nunca fui buen estudiante y esos años de sacrificio, literal sacrificio, me enseñaron que es compartir. La vida del estudiante por estos lados se sustenta del mate, el esfuerzo paternal no alcanza para grandes asados y la espera entre comidas se hace larga en esas noches de estudio. El mate engaña al hambre en su amargor criollo. Unos buenos amargo y varios paquetes de bizcochos, lograron el añorado título.
Al terminar la carrera me metí a una residencia. Tres años ad honorem, que elegante suena el latín, pero la elegancia no atenúa esos tres años de severa crisis económica personal.
Ya siendo un chico grande y recibido, ya viviendo solo, el bolsillo reclamaba cada día más. Mis días y semanas, se distribuían entre la residencia y las guardias que podía conseguir para subsistir. En resumen fueron tres años más de mate amargo y bizcochos. Esos 3 años me sirvieron para reflexionar sobre la conocida imagen del burro y la zanahoria. Desorientado de nuevo, en un inmenso país, donde nadie siquiera se frena a mirarme. Fueron días difíciles, donde más de una vez pensé en dejarlo todo.
Al fin terminé la residencia y ya con nuevo diploma, me metí de lleno al mercado laboral, pensando que cada hora, minuto y segundo, iban a ser alimento para mi hambriento bolsillo. Y de nuevo, observé que las vacaciones, el auto y los asados; quedaban lejos, pero ahí estaba el amargo firme y siempre listo para compartir. Dos años pasaron, hasta que un día me senté y vi que ya no me preocupaba tanto el cómo voy a pagar esto. Un día abandoné por fin las guardias eternas y volví a dormir en mi cama cada noche de cada día. Cumplí a rajatabla todo lo que me dijeron que haga y logré mi bienestar, ese objetivo de vida tan narcisista y egoísta que todos seguimos. Y a la vez, de a poco, como quien no quiere, fui abandonando mi viejo mate.
A solo una cuadra de mi casa, el sol acaricia mi nuca mientras sigo recordando como empezó este largo viaje y cómo fue que llegué hasta acá. Levanto la vista y consigo ver el balcón de mi piso, allá arriba, cerca del cielo y de los dioses; allá arriba lejos de la crisis.
Mantengo mi espalda erguida y una mueca de alegría al caminar por la cuadra, mientras me esfuerzo por contener la fractura en mi pecho, el sordo crash! se hizo estruendo y busca trepar a mis ojos desde que crucé la plaza, y derramar a chorros la realidad que dejé olvidada hace tiempo atrás.
Estoy acá, en la puerta de mi casa, como un familiar en la sala de un hospital, parado inerte al pie de la cama de un país que agoniza, y lo siento todo.
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