Llegaban al refugio situado en un recóndito bosque, el cansancio se hacía dueño de sus mentes, era tarde. Construido de piedra, en su interior solo medía unos doce metros cuadrados y había una pequeña chimenea. El espacio era diáfano destacando una reducida ventana muy cercana a una baja puerta, y una cubierta exterior con vigas de madera, chamizo y pizarra. La claridad se iba perdiendo, la noche comenzaría aparecer. Llevaban unas doce horas caminando a base de bebidas energéticas y unos mordiscos a pequeñas frutas.

Se reencontraban cuatro amigos, y decidían en este viaje de vacaciones de verano hacer una nueva excursión. No se veían desde hace al menos unos cinco años, quizá la última vez fuese por el último curso en el colegio.

—Bueno chavales, creo que va siendo hora de buscar algo de leña nos quedamos sin luz.

Comentaba Fran el líder de la reunión, seguía hablando.

—Toño vendrá conmigo, buscaremos leña y comida, me pareció ver algo por el camino. Diana y Fabio se quedaran juntos en el refugio, podrían organizar el reducido interior para que podamos dormir.

Lo ordenaba todo de manera autoritaria como a él le gustaba hablar, mientras se terminaba de ajustar el frontal.

—¿Estás listo Toño? Queda muy poca luz del día, aprovechemos la poca luminosidad.

Toño cogía una pequeña hacha para cortar los troncos. Se la colocaba a la altura de la cintura en un gancho que tenía por el cinturón, y se desplazaba hacia la oscuridad con Fran.

—Este lugar no me gusta nada Fabio, tengo mucha hambre y frío. Y estos dos tardan demasiado. ¿No me escuchas?

Fabio se encontraba cerca de la chimenea apagada, con la mira perdida hacia unos residuos de cenizas que los movía de forma circular. Diana estaba cerca, a su espalda.

—Fabio, ¿por qué no me contestas?

La luz única que tenían era la de una linterna que se le iba acabando las pilas.

En el silencio eterno de la oscuridad, se escuchó un fuerte sonido. Similar a la voz triste y prolongada de algún animal quedándose sin aliento.

—¡Qué ha sido eso Fran!

Le gritaba asustado Toño.

—¿El qué Toño?

—¿No has escuchado eso…?

—¿El qué Toño?

Le volvía a espetar Fran refunfuñando.

El sonido se volvió a repetir, esta vez con mayor intensidad, y sucesivamente. Fran seguía dando fuertes golpes a un tronco con la gruesa hoja de acero.

—¡Se ha vuelto a reproducir Fran!

Le exclamaba Toño con la voz temblorosa a la vez que paraba con su mano el brazo de Fran en su último golpe.

—¡Tenemos que volver al refugio!

Con una reacción instantánea Fran se giraba, y observaba con la pequeña lumbre del frontal el sudoroso rostro y blanquecino de Toño. A continuación a la rigidez de su cuerpo, Fran lo colocaba con cuidado en el suelo.

—¡Qué te ocurre Toño! ¡No te mueves!

Con la tez desencajada, desfigurada, los ojos muy abiertos y colorados le empezaban a echar lágrimas de sangre.

Pudiéndole coger con cuidado, con el esfuerzo al echárselo en sus brazos, el frontal salió disparado de su cabeza hacia atrás partiéndose al chocar en una piedra. Fran volvía al refugio.

Diana se encontraba en una posición sentada, con las piernas flexionadas, dándole las finas rodillas en su pecho, y la espalda apoyada en una de las mugrientas paredes. Su cara estaba envejecida, su pelo blanco llegaba al suelo, las uñas de sus manos eran largas y punzantes, y se encontraba en un estado cataléptico. La posición era frente a la baja puerta y reducida ventana.

Fran se acercaba al refugio, lo divisaba a lo lejos, o, así lo creía él. Estaría a unos setecientos metros de distancia. Lo único que veía era un reflejo parpadeante como si se tratara de la luz de un faro. Una intensa niebla acariciaba la penumbra.

—¡Vamos Toño! ¡Qué ya llegamos!

Volvían los fuertes y desagradables sonidos, Fran seguía sin escuchar nada.

—¡Fabio! ¡Diana!

Los llamaba mientras se acercaba.

—¡Abrirme la puerta por favor, llevo a Toño en brazos! ¡No sé qué le pasa!

El silencio y la oscuridad causaban plena sensación de terror.

Llegaba con dificultad a la baja puerta, la empujaba como podía con su pierna izquierda, el frío en el interior era espeluznante. Y un hedor penetrante a descomposición emanaba en el aire.

—¡Qué frío hace aquí adentro Toño, y qué mal huele! ¿Dónde estará la parejita?

Le hablaba mientras lo bajaba con embarazo colocándolo sin ver nada sobre el suelo.

Fran con intuición palpaba los bolsillos de la mochila que acababa de descolgar de su espalda. Encontraba un mechero, qué al encenderlo, con el reflejo de la llama, un fuerte gemido es lo último que le dio tiempo a dar antes de que se apoderaran de su alma.

Pasaron unos años, y cuatro amigos llegaban al refugio. Sus edades eran entre… dieciséis y diecisiete años. Y sus nombres eran… Diana, Fabio, Toño y Fran…

Así terminaba de contar la historieta de miedo mi buen amigo Fabio. Sentado en la arena de la playa, donde alrededor de una fogata todos salíamos corriendo y chillábamos acongojados.

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