Como un hachazo. Negro y rudo. Como un latigazo. Rojo y acerado. Como cae la noche de invierno en la montaña alta. Brusca. Sin transición. Sin permiso.

Corta sombrío. Deshuesa frío. Así surge la niebla sucia que apaga el alma. Y ahoga la luz.

Filo turbio.

Durante años conviví con María. Compañera de diálisis. Venía al hospital. Día sí, día no. Un ciclo ineludible. Era un viaje. Uno muy importante. Uno a la máquina. Esa que suple a los riñones con taras. Esa que aleja a la muerte. Pero solo un poco, apenas dos días. Casi nada, casi todo. Ella hizo otra travesía, además. Una más cruenta. Una a la demencia.

¡Honor a esa anciana que hizo dos viajes! Uno a la vida, otro a la nada.

Siempre atenta. Culta, menuda y amable, rozaba con ternura a cuantos la rodeaban.

Abuelita dulce.

Sonreía siempre, pedía ayuda con discreción, cálida. No abarcaba la tecnología. Recuerdo muchas ocasiones en las que la ayudé a manipular su aparato de radio. Y su teléfono. Y su tensiómetro. Siempre agradecida y cercana.

Abuelita suave.

Mucho tiempo a su lado. Año tras año. Compañera tenaz. Soportaba el dolor con gallardía. Como lo haría una loba libre. Humilde y entera. No se quejaba. No lloriqueaba. No pedía ayuda a dioses impasibles y descreídos.

Abuelita firme.

En el hospital frígido, rodeados de ese aroma a muerte perfumada. Ese cuchillo solemne y gris, inalterable. Sabía que acabaría cayendo sobre ella. Como lo sé yo. Como lo saben los pocos que son capaces de mantener la mente estoica. Sin salida, sin futuro. Pero nunca se rebeló contra su suerte.

Abuelita valiente.

Faca vil.

Un día no recordó un detalle; nadie le dio ninguna importancia. Otro día olvidó algo de su pasado. Poco después, no era capaz de contener sus ausencias. Llegó como esa guillotina que retuerce la justicia, con la excusa del progreso: agria, hosca, abrupta. Y perdió su alma.

Es terrorífico ver cómo la sombra infausta amputa la vida. Porque siguió respirando, es verdad, pero ya no vivía. Era bruna. Era hueca.

Abuelita vacía.

Como un sable romo, que no corta, sino contuye. Tajo sucio, burdo y feo.

Y María dejó de existir. Su cuerpo la siguió unos años después. Pero ya no era aquella bella dama que salpicaba miel a cuantos se le acercaban.

Abuelita esponjosa, que cubriste tus huecos con arena oscura, yo te recuerdo.

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