– ¿Ver el mar? ¿Qué locura es ésta? Hay que carpir el algodón. Hay que levantar el alambrado caído, ¿y se te ocurre ver el mar?

El hombre no podía creer lo que Isidro le planteaba. Podía esperar de él que se olvidara de llevarle agua a las gallinas o que dejara que la chancha se metiera en la huerta, pero ¡Esto! ¡Ver el mar! Como si ver el mar fuera ir a un cine. Nunca le había pedido ir al cine, ni siquiera viajar a la ciudad.

Se alejó dando zancadas. ¿De dónde habría sacado Isidro la idea de ver el mar?

La voz de su padre se perdió a lo lejos. Isidro quedó sentado sobre el tronco. La mirada en el suelo. Las manos hundidas entre las piernas, perdiéndose entre los pliegues del pantalón color ceniza.

Las hormigas avanzaban en hilera. Cada una llevaba un trocito de hoja. A su mamá le gustaba el jazmín. Una vez, puso unos pétalos en el libro, para que oliera a flor de jazmín. Todas las noches su mamá leía el libro.

Se levantó despacio y entró a la casa silenciosa y fresca. Fue hasta el cuarto que fuera de su madre. Allí, sobre la mesita, estaba el libro. Mientras se sentaba suavemente sobre la cama, se sacó el sombrero y lo colocó a su lado. Tomó el libro. Lo abrió. Hundió su cara entre las páginas y así quedó, inmóvil, por un largo rato. Después, buscó la foto de colores. Ahí estaba el mar. Su madre se lo había mostrado muchas veces y le leía lo que decía abajo:

La tierra estaba desierta y sin nada.

Las tinieblas cubrían los abismos

Mientras el espíritu de Dios aleteaba

Sobre la superficie de las aguas.

Afuera, el padre seguía buscando a Sebastián. Ni que se lo hubiera tragado la tierra. No estaba en el galponcito de las herramientas, ni en el montecito de frutales, ni durmiendo detrás de la parva de alfalfa. Tomó el hacha, acomodó el tronco, juntó fuerzas y le dio con ganas. La madera cedió dejando al descubierto su corazón colorado. No fue tan difícil.

Difícil era la vida sin mujer. La edad de los hijos. El menor: una luz. El mayor: Isidro. Apiló los trozos de leña, los abrazó con fuerza y así cargado se dirigió a la cocina. Mientras comenzaba a encender el fuego, oyó los pasos de Isidro que se acercaban. Colocó unas astillas sobre el papel arrugado. Encendió la pequeña pira y mientras tiraba el fósforo al rincón, vio que Isidro se sentaba a sus espaldas. Cerró la puertita de hierro de la cocina económica. Se armó de paciencia y se sentó junto a su hijo, dispuesto a atenderlo.

– Quiero ver el mar – lo escuchó decir. La voz apenas se sobreponía al chisporroteo del fuego.

– Escuchame, Isidro. No podemos ir al mar. El mar está lejos. Yo no puedo dejar la chacra para llevarte. Hay mucho que hacer.

– Quiero ver el mar – adivinó más que escuchó.

– Isidro, yo no puedo llevarte. Antes estaba tu mamá, pero ahora…

Se dio cuenta de que era inútil seguir. Isidro se había encerrado en un mundo al que él tenía vedada la entrada. Sólo Ofelia lo entendía.

Isidro era una sombra que deambulaba por la casa. Casi no comía. Nada lo atraía. Nada que no fuera el libro con la foto del mar. Pasaba horas en el cuarto de su madre, inmóvil, con el libro entre sus manos o con la cara hundida en él. Al sentarse en la cama, junto a la mesita, ni siquiera llegaba a arrugar la colcha blanca que Ofelia había tejido al crochet. El cuarto de Ofelia se había transformado en su refugio. Nadie más que Isidro entraba allí desde aquel día en que ella se fue a la represa y no volvió más. El padre empezó a temer por el hijo porque demasiado tarde había temido por la esposa. Él, puro esfuerzo y trabajo, qué podía saber de las profundidades, de las tristezas sin motivo. Se había criado en una familia donde todo era lucha por domar el monte, por fecundar la tierra. Sabía del rebenque para desmañar a una yegua o de apurar una cesárea para salvar a la vaca y al ternero. Pero, qué podía saber de Ofelia y su melancolía, de Isidro y sus silencios…

Hasta que un día se decidió. Llamó a Sebastián y lo sentó frente a él en la mesa de la cocina.

– Mirá, tu hermano está enfermo. Lo voy a llevar lejos para hacerlo curar. Vas a tener que encargarte de todo por unos días. Yo sé que vas a poder.

El menor, el hombrecito de la casa, entendió. Para cualquier emergencia estaba los parientes.

Lo llevaba a la ciudad buscando la medicina para su mal. Pero cuando llegó a la gran ciudad, en lugar de salir de la Terminal de Ómnibus y dirigirse al puesto de los taxis, buscó otra ventanilla y compró otro pasaje. Era más lejos donde debía llevarlo.

Casi no tenían equipaje: apenas un abrigo para Isidro que colgaba del bolso de plástico azul. Otro colectivo. Otra Terminal. Ahora sí habían llegado. Caminaron uno al lado del otro. Sus ropas campesinas sorprendían a los paseantes. Sólo unas cuadras. Hacia el naciente. Y allí estaba. El mar.

Los dos de pie en la playa. Isidro se sacó su sombrero, lo sostuvo sobre su pecho y se quedó quieto, muy quieto. Una sonrisa dulce le iluminó la cara. El padre, que nunca había visto el mar, lo conoció. En ese mismo acto comprendió a Ofelia y sus profundidades, a Isidro y sus silencios. Ofelia y el mar pertenecían a lo que no se podía explicar. Nada tenían que ver con la tierra, la siembra, el hacha, el arado… Eran el misterio. Lo insondable.Torpe todavía en ese mundo que acababa de descubrir, pasó un brazo sobre los hombros de su hijo.

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