Un viaje hacia Suripujio

Un viaje hacia Suripujio

a Monica Calisaya

La planicie de altura, por encima de los 3.500 metros, es un mundo distinto. La temperatura, el viento, la soledad y la grandiosidad del paisaje descolocan y asustan al forastero que se adentra en sus misterios.

La ruta a Suripujio, un pequeño pueblito de pastores y tejedores de lana de oveja y pelo de llama, se prolonga hacia el horizonte, entre curvas y grandes rocas esparcidas caprichosamente por el suelo duro y austero de la altipampa.

Las luces del vehículo desafían la semi oscuridad grisácea del poniente y una tristeza casi metafísica avanza desde el entorno e inunda el interior calefaccionado de la camioneta.

El viajero intuye que en el mundo de afuera, frío e inhóspito, los mecanismos de la vida se inmovilizan. Los antiguos dioses de la montaña están llamando al reposo y su mandato pugna por introducirse en el ámbito cálido de la cabina.

El conductor en lucha contra el sueño y el cansancio sabe, no obstante, que la noche transparente y helada de la altura encierra un peligro engañoso para la vida de los hombres y para el funcionamiento de sus máquinas.

Imprime en consecuencia, mayor velocidad al motor, sin advertir que ha iniciado el descenso hacia el vallecito de altura y que una mole de basalto, en el ángulo abrupto de una curva, se aproxima inexorablemente.

El estruendo del impacto se multiplica en la silenciosa inmensidad y se detiene recién contra la solidez inmutable, en las montañas lejanas.

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Tomás Recalt, comerciante, dueño de un local de artesanías en la ciudad de Salta, se levanta trabajosamente del suelo seco y polvoriento. No recuerda nada sobre sí mismo y está desorientado con respecto al espacio que lo rodea. Grandes jirones de nubes penden sobre la planicie como un viejo telón a punto de descolgarse. Sentado sobre una roca intenta, trabajosamente, ordenar sus pensamientos.

Hacia el oeste, hacia el lado de las altas cumbres, el velo de niebla parece rasgarse y aparece un bulto, algo como una tumultuosa masa en movimiento, que avanza a su encuentro.

Es un coche de caballos que se acerca velozmente. Sin saber muy bien por qué, Tomás se quita el sombrero ovejón, que lleva calado hasta las orejas.

El vehículo que se aproxima es una calesa de madera oscura, tirada por cuatro mulas pardas, de gran porte, enjaezadas con arneses de cuero y plata.

El lujoso carruaje, los cocheros, el postillón de casaca azul y tricornio que cabalga delante, todo parece sacado de una estampa antigua.

Tomás aferra con firmeza la cruz de alabastro que lleva en el cuello, algo parecido al terror lo inmoviliza, sabe que esta aparición es extemporánea, si bien no recuerda nada de su propia vida, intuye que se han desordenado los engranajes del tiempo y es protagonista en una escena del pasado.

La puerta del carruaje, que se ha detenido, ostenta el escudo de armas de Don Pablo Bernardez de Ovando, el riquísimo hacendado de la puna del siglo XVII, con propiedades y encomiendas desde las altas cordilleras del oeste hasta la Villa Imperial de San Bernardo de Tarixa, en la «Nueva Andalucía» del noreste.

Una niña de 10 u 11 años lo mira sorprendida desde la cortinilla entreabierta de una ventana casi triangular. De una manta bordada que le cubre la cabeza se escapan algunos rizos ensortijados, su gesto es altivo y denota sorpresa por la extraña presencia que ha aparecido de improviso en sus dominios.

Juana Clemencia Bernardez de Ovando, huérfana y heredera del cuantioso patrimonio familiar, se dirige desde su casa-hacienda en Yavi, hacia Villa La Angostura, en las proximidades de Tarixa, para reunirse con su madre viuda, Dña Ana María Mogollón y Orozco.

Pese a su corta edad ya está formalmente comprometida con el maestre de campo Juan José Campero y Herrera, hijodalgo, comerciante y futuro Marqués de Tojo, llegado recientemente de Chuquisaca, que la ha solicitado en matrimonio.

Tomás Recalt no sabe muy bien qué hacer, con su maltrecho sombrero apretado en la mano derecha, intenta algo parecido a una reverencia ante la niña que lo observa, e inicia una aproximación al coche, pidiendo auxilio.

Una negra, que ha descendido del carruaje, le acerca dos panes redondos y una estampa de la Dolorosa de Yavi, con los siete puñales de sus sufrimientos atravesando el manto negro, cubierto de exvotos de plata.

Tomás agradece e insiste, no necesita alimento, quizá sí un poco de agua y algún indicio que le permita orientarse. Ni la joven, ni la negra que la asiste (que mira con desconfianza al forastero) parecen entender ese idioma edulcorado, cuajado de palabras castellanas y las gesticulaciones exageradas del intruso.

Tomás guarda los panes y la imágen en una chuspa de Tarabuco que pende de su hombro, ese tejido despierta la curiosidad de las viajeras. Tarabuco, es una de las posesiones de los Bernardez de Ovando, los motivos en la trama del pequeño bolso son característicos de esa comunidad, que se cobija en un vallecito hacia el norte, en territorios de la actual Bolivia

Pero Tomás Recalt no es indio evidentemente, y las ropas y el calzado que usa no son de la región.

Se produce un diálogo entre ambas damas y un vocablo quechua, «Supay» (Diablo) es repetido por la negra mientras trepa, santiguándose, al coche.

El carruaje se aleja velozmente por la estepa y Tomás se reclina, desanimado, sobre la saliente de un bloque de basalto, en el ángulo abrupto de una curva del viejo camino real.

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En el Hospital Jorge Uro, de La Quiaca, el paciente de la cama 7 de la sala de hombres, se despierta sorpresivamente. Tomás Recalt está inmovilizado; por una sonda que baja del soporte desciende el suero que se mezcla lentamente en sus venas. Ha sobrevivido milagrosamente a un accidente en la puna seca, hacia el este. Las enfermeras han adherido al respaldo de su cama una antigua imagen impresa sobre pergamino, de la Virgen de los Dolores, que han encontrado entre sus pertenencias.

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