1
Te cojo de la mano, y paseamos bajo un cielo de colores cenicientos, con el batir de las olas como compañía. Te miro, me miras. Sonríes, sonrío. Caminamos por la arena descalzos, con los vaqueros remangados y los zapatos en la mano. La playa está inmaculada, solitaria. El viento sopla y te revuelve el cabello. Tus ojos negros se cruzan con los míos. En este momento, mientras el salitre se mete en nuestras fosas nasales, tú te sientes como en casa, en aquella casa caribeña que dejaste hace tantos años ya, y yo sé que tú piensas, y yo pienso, que no nos hace falta nada más que nosotros, lo que sentimos…
Pan pan
En unos corazones entregados, que, aunque ya no son jóvenes ni inocentes, aunque están repletos de cicatrices y de amarguras, quedan en el pasado…
Pan pan
Un pasado oscuro que da paso al soleado y pacífico presente, este presente en el que te acercas, y yo cierro los ojos y me sorprendo, porque no me besas, como sabía que ibas a hacer, y me dices al algo al oído, que no entiendo, un susurro que, al repetirlo, retumba en mi cabeza, me desorienta, y tú lo repites mientras te alejas. Un escalofrío me recorre el cuerpo.
Estás soñando, Alberto.
Despierto, desorientado. Tengo la boca seca, me duele la cabeza. Toso con violencia. Escupo algo de sangre. La realidad vuelve de forma violenta, y tengo que maniobrar dando tumbos en el pequeño camarote que se menea de forma rítmica, de camino al baño. Vomito arrodillado en la taza.
Derrumbado en el suelo del pírrico lavabo, asumo la situación. Ella no está, soy viejo, me muero de cáncer, y este cascajo bamboleante es lo único que quiero en la vida.
Y la radio, culpable de eyectarme de mi ensoñación, sigue sonando con el volumen al máximo, como una voz grotescamente divina, acusadora.
Me incorporo con dificultad, me limpio los labios con la manga, y me acerco a la radio con movimientos torpes. Aparto las botellas vacías. Al Jim Beam le queda un pequeño trago. La apuro. Arde, pero despierta.
-Pan pan, Pan pan, a todas las estaciones, aquí el Jara, avistada embarcación a la deriva en el estrecho ¿Alguien me recibe? Cambio.
Miro las coordenadas en la pequeña pantalla. Están lejos, demasiado lejos. Me acerco a la carta. Y tan lejos. Están llamando desde Marruecos, desde tierra.
Cojo la radio, llamo a la central de control.
-Málaga Radio, aquí el Wilson, ¿me recibe? Cambio- mi voz suena ronca, gutural.
-Wilson, aquí Málaga radio, te recibimos, cambio- la voz de una mujer. Una voz conocida de muchos años.
-Málaga radio, aquí el Wilson, ¿cambiamos al canal doce?, cambio.
Silencio. Seguro que ella también ha reconocido mi voz. Pasados unos segundos, suena de nuevo la voz por los altavoces
-Wilson, aquí Málaga radio, especifique el motivo, cambio.
-¡Puri, coño, cambia al doce! – grito.
Silencio. Pasa un segundo, dos, tres… Se ilumina la pantalla. Ha cambiado el canal.
-Alberto, ¿qué quieres?
-Ya sabes que quiero Puri. ¿De qué va esto?
-Pues lo de siempre, Alberto, ¿qué crees?
-¿Y otra vez pasamos del tema?
-Están en aguas marroquíes, Alberto, no podemos hacer nada. Hasta que no lleguen…
-No me vengas con esas, pásame la posición.
-No, Alberto. No seas morboso. Ya sabes como acaba esto.
-Puri…
-Está fuera de la jurisdicción de salvamento marítimo, Alberto…
-Puri…
-Alberto, que no, que no me voy a meter en un lío… ¡esta vez no!
-Puri, tú sabes cuánto me queda, ¿verdad? Estoy en el tiempo de descuento…
-Alberto, no me digas eso…
-Es lo que hay, haz lo que quieras.
Me quedo callado. Miro a mi alrededor. Un barco de más de treinta años, ¿Qué puedo hacer yo? Quizá fuera la resaca, quizá saberme tan cerca del final. Quizá haberme despertado de forma abrupta de un pasado que nunca llegó a ser tan feliz como yo quiero recordarlo. Quiero hacer algo. No se explicarlo, pero si algo aprendí después del más de medio siglo que llevo dando tumbos por este caos de mundo, es que hay que sucumbir a los impulsos positivos. La experiencia me dice que de no hacerlo, siempre hay alguno mucho más negativo dispuesto a cogerle la vez.
El télex comienza a sacar papel con ruido de impresora vieja. Lo arranco.
Barco a la deriva en mar de Alborán, todas las naves en el área reporten avistamiento a Salvamento Marítimo Tarifa. Último reporte en 35 53N 5 35W.
Gracias Puri, bonita. Subo resoplando las escaleras y llego al exterior, donde el sol me ciega. Tropiezo con las maderas desconchadas y me doy con el pie en un tablón suelto, que deja a la vista una superficie de plástico con una capa de moho verde. Enfoco como puedo, cojo la rueda y muevo el rumbo. Pulso el botón de recoger el ancla. Espero mientras el aire puro entra en mis pulmones y el ruido de la cadena me destroza los oídos. Una vez suena el clack que me indica que todo está en su sitio, pongo toda máquina. Me derrumbo en el sillón desconchado. El Wilson se empieza a mover con un sonoro claqueteo.
2
Quedé en un estado de duermevela que duró varias horas. ¿Cuántas fueron? No sé decirlo. Desde que decidí vivir lo que me quedara en la mar, ajeno a la humanidad, interactuando únicamente para hacer la compra y llenar el depósito, el sentido del tiempo ha variado enormemente. Un estado entre consciente y dormido, un tiempo dilatado, sin horas ni minutos, únicamente días y noches. El alcohol ayuda, desde luego. Aunque la idea inicial era leer, y quizá escribir algo, la vida me ha llevado por otros derroteros, a una rutina célere de comida en lata, botellas de bourbon y cada vez más exiguas siestas en cubierta, sustituidas por etílicos desmayos en el camarote.
Es el inconfundible color gris de la patrullera con bandera de Marruecos la que me despierta. Por la radio suenan voces en un gutural inglés. Más fresco ahora, bajo a la radio. Gritan, exigen, que indique la razón de que un barco de poco más de ocho metros esté a punto de entrar en aguas marroquíes. Yo les pregunto que dónde está la patera. Ellos dicen que me dé la vuelta. Yo les mando a la mierda. Luego les insisto que me digan donde está. Me repiten que me dé la vuelta, que no se me ocurra entrar.
Miro el radar. Estoy a unas dos millas de aguas marroquíes. Suficiente. Vuelvo a salir con los prismáticos.
Lo que veo me encoje el corazón.
A pocos metros de su patrullera, no más de quinientos en mi dirección, hay gente en el agua. Mucha gente. Intento contarlos. Más de veinte. No todos se mueven ya. Algunos se agarran a pequeños fragmentos de lo que antes fuera la patera. La patrullera ni se mueve.
No resulta difícil entender lo sucedido. No es ninguna novedad. Revientan la patera, esperan a que se ahoguen, y vuelven. Costes de repatriación, cero. Todos contentos.
Por mi mente cruza la imagen de mi hijo diciéndome que algunas vidas valen menos que otras. No puedo evitar darle la razón, aunque en ese momento me dedicara a mí esas palabras.
Vuelvo a la radio, e indico a los marroquíes que voy a proceder al rescate. Me ignoran. Me ignoran mientras una veintena de desgraciados se mueren de frío y miedo sobre más de un kilómetro de agua. Ni siquiera sabrán nadar.
Miro la carta, pienso un plan.
Piensa, viejo imbécil, piensa…
Por más vueltas que le doy, sólo veo una solución. Una solución arriesgada, pero ¿Qué es lo peor que me podría suceder?
Cojo la radio, pongo el canal de emergencia. Doy señal de abordaje. Puri me pregunta, bajo el protocolo, que detalle el problema. ¿Qué cojones estás haciendo, Alberto? Es lo que realmente me pregunta. Le contesto que mande a la guardia civil, a toda pastilla, que me están intentando abordar. Corto la comunicación, llamo a los marroquíes. Que me dejen pasar. Que voy para allá. No dicen nada. Pues vamos a ver quién tiene los huevos más gordos, pienso. Subo al puente, pongo toda máquina.
Mientras que el silencio de la radio se rompe con órdenes de no avanzar, yo las ignoro con elegancia, mientras maniobro para ponerme cerca de donde los pequeños puntos empiezan a ser visibles. Cada vez hay menos. Y de los menos que hay, no todos se mueven.
Me acerco, y la patrullera parece que se aleja. Igual me dejan hacer lo que pueda.
Eso hubiera sido bonito, pienso, mientras veo como dan la vuelta y ponen su proa, como una lanza amenazante, apuntando hacia el Wilson.
Pasan unos diez minutos, y mientras por la radio se escuchan improperios en inglés, francés y algo que se parece lejanamente al español, veo a un hombre en un tablón, que me mira con ojos aterrorizados y que, entre espasmos del frío, grita en un idioma que no soy capaz de entender. Lo alcanzaré en minutos. Bajo la velocidad, cojo el salvavidas.
El ruido del motor de la patrullera marroquí se intensifica. Han acelerado.
Me da igual.
Me dispongo a tirar el salvavidas cuando por la radio suena una comunicación en español. La guardia civil. Que llegan en breve.
Breve es demasiado tarde, bonitos.
Bajo y grito por la radio que me están abordando, que pierdan el culo. Vuelvo al puente. Busco al naufrago. No le veo. Aterrado, me muevo por la nave, me resbalo, me agarro a un cabo con torpeza, entre violentas toses y un punzante dolor en el pecho. Vuelvo a indagar el horizonte. Ni rastro. Tirado sobre la cubierta, agarrado a la cuerda como un nonato al cordón umbilical, sigo escudriñando la inmensidad azul. Nada.
Me parece ver algo. Me arrastro con cuidado hasta el puente, dolorido. Me incorporo y miro. A unos doscientos metros hay alguien más. Muevo el timón, cambio rumbo, meto toda máquina.
La patrullera está encima. Les oigo gritar. En su cubierta, empuñan armas.
Con emoción, Alberto, hasta el final.
Cojo los prismáticos. Es una niña de no más de diez años, que lucha por no salirse de un exiguo trozo de madera. Agarra una mano, que va a parar a un brazo que se hunde en el mar. Llora, grita, hace fuerza para levantar a quien le protegiera durante la travesía desde dios sabe dónde, ni por cuanto tiempo, para llegar a esta tumba húmeda y helada.
Hago un nudo al palo extensible y lo intento enganchar al salvavidas. Los dedos me tiemblan, no atino. Miro hacia atrás. La patrullera está girando. Me alcanzarán en menos de un minuto, dos a lo sumo.
La niña aparece por babor, logro completar el nudo y me abalanzo hacia la barandilla mientras paro la máquina en seco y doy atrás para compensar la deriva.
Grito que coja el salvavidas, hago gestos con la mano que tengo libre. Me mira. Mira la mano que sigue sujetando, mira confundida, exhausta, demacrada. Me vuelve a mirar con unos grandes ojos negros que muestran pánico.
Ojos negros como los tuyos, cariño.
Llora mientras le grito y le pongo el salvavidas lo más cerca posible. Ella llora, berrea maman maman, mientras aprieta la mano, apoyando su peso para intentar subirla.
Piensa que aún está viva, por dios, aún piensa que está viva…
La patrullera se pone a mi otra banda, casi rozando el Wilson. Gritan algo gutural, que apesta a cabreo y ganas de hacer daño. El miedo me recorre la espina dorsal. La convicción me ayuda a superarlo.
-¡Cógete al palo, joder! – la grito.
Me mira, desolada, con una mirada que se oscurece y se torna árida, instintiva, adulta. Suelta la mano y se agarra al salvavidas. Sin dilación, me echo hacia atrás, hago palanca y levanto, con más facilidad de la que esperaba, el cuerpo de la criatura. La pongo en la cubierta, la abrazo y entonces es cuando escucho la primera detonación.
-¡Pero que hacéis! –grito, de forma automática.
Otra detonación. Están disparando al barco.
Tomo a la niña, la abrazo mientras se estremece en mis brazos, desorientada, sin fuerzas para pelear contra el extraño hombre que ahora se cae por las escaleras del camarote, que la lanza hacia dentro y se arrastra a cerrar la puerta con el cerrojo de seguridad. Suenan otras detonaciones.
Están hundiendo el Wilson a tiros.
Me arrastro hacia la radio mientras toso de forma violenta, escupiendo sangre. Lanzo un Mayday por el canal de emergencia, y mientras siento que el mundo da vueltas, que este es el final definitivo, cubro a la niña que permanece inmóvil, helada, con los ojos que se salen de las órbitas. Pongo mi cuerpo como protección entre ella y el mundo, y, mientras todo se torna negro pido, no sé muy bien a quien, no sé muy bien por qué, que por favor, por favor, logre que ella sobreviva.
3
-Esta ha ido cerca, Alberto.
A un lado de la cama de hospital está Juan Díez, teniente de la Guardia Civil, que me mira con una expresión mezcla de admiración y de enfado, especialmente de lo segundo. Al otro lado de la cama está Antonio, mi hijo.
No le puedo responder. Una mascarilla con oxígeno me cubre la cara.
-Mire, su padre ha hecho una locura, y más en su estado…
Antonio me mira. Su mirada no desprende amor, ni compasión, ni ninguna emoción salvo la fría aceptación de una inconveniencia, una carga que ha de soportar de forma resignada.
-Ruego le disculpe.
-No, si el problema no es de disculparse, el problema es que casi nos mete en un conflicto internacional, ¿sabe? ¡Acabamos a tiros!
-No, ya… si lo vi en las noticias…
-Pues eso, ¿sabe lo que nos va a costar encauzar la situación? ¡Es un tema grave!
-Ya, ya… pero…
-¿Pero qué?
-Esto… ¿va a tener repercusiones?
-¡Si le acabo de decir!
Antonio carraspea, abre las manos, se desabrocha la chaqueta, se afloja la corbata.
-Me refiero a repercusiones económicas… ¿sabe? Multa, vamos…
-Ah, eso…
-Sí, claro ¿Qué iba a ser?
Gracias hijo, qué encanto.
–No, bueno, no creo que presentemos cargos…
Antonio suspira, aliviado. Me quito la mascarilla. Apenas me la despego, siento que me falta el aire. Estoy en las últimas.
-¿Y la niña? –mi voz es casi un susurro.
Los dos se vuelven hacia mí.
-Qué dices papá… -Antonio me pone la mano en el hombro, apretando con la sensibilidad de un cállate, viejo busca problemas, y muérete de una vez. Nunca fue demasiado sutil. En eso salió a mí.
– La niña irá al CIE, evidentemente.
– El…
– El Centro de Internamiento de Extranjeros, como manda la ley.
Ni de broma.
-Yo… no quiero que vaya allí… –interrumpo.
-No le discuto que no es el mejor lugar, pero sólo sabemos su nombre, Awa, pero no tiene ningún papel… al ser menor no la repatriaremos, claro ¿Dónde la íbamos a mandar? No hay otra, al CIE va de cabeza.
La cabeza me da vueltas.
Awa… Awa…
Me vuelvo a poner la mascarilla. Respiro hondamente.
-Claro papá, es la ley, ¿Qué creías que iba a pasar?
Que podía hacer algo bueno para variar antes de morirme, eso pensaba, Antonio, bonito.
-Yo siento que las cosas no puedan ser de otra manera, pero entiéndalo, es la ley. Mírelo del lado positivo, se le buscará una familia de acogida y con suerte en unos años podrá llevar una vida normal.
Bonita historia. De ahí no sale nadie.
-Claro papá, ¿ves? Ahora a estar tranquilito y sin locuras. Te quedas en el hospital y a descansar, como te dijo el médico.
Descansar permanentemente.
Les hago una señal con la mano para que me dejen tranquilo, les señalo la mascarilla, indicando que me encuentro mal. Nada más lejos de la realidad. Pienso en cómo salirme con la mía, como he hecho toda mi vida.
No tardo demasiado. Mientras abandonan la habitación, doy con la clave.
4
Awa está en el atril, contemplándolos, emocionada. Los flashes destellan de forma rítmica, formando constelaciones sobre la oscuridad del salón de actos. Carraspea de forma delicada. Sabe que la están mirando. Es alta, de piel azabache, pelo ensortijado, rasgos hermosos. Una figura estilizada, altísima, vestida de seda verde, con discretos y convenientes destellos, que destacan allá por donde pisa. Antes la aplaudían, y ahora la escuchan.
-Hoy, en el día de mi graduación, quisiera datos las gracias a todos…
En la primera fila la mira un joven rubio, alto, bien parecido. La mira con admiración y amor. Se van a casar, van a ser felices.
Algo suena, en la distancia.
Después del discurso, en cuanto baje del auditorio entre vítores y salvas, irán a comer a un buen restaurante, bailarán por la noche, tomarán cócteles, harán el amor, dormirán a pierna suelta hasta el día siguiente. Pasará el tiempo, hablarán de hijos. Formarán una familia, tres niños. Montarán un pequeño negocio. Serán felices, envejecerán juntos.
De nuevo, ese sonido. Más cerca.
Cierra los ojos. Suspira. Es una mujer afortunada. Gracias a él, ha tenido esta vida. Ya no está cerca, no puede recordar su rostro, pero su agradecimiento es infinito.
El sonido, otra vez, alto, grave, penetrante.
Vuelve a abrir los ojos, sonriente, y cuando se dispone a continuar el discurso, Awa se da cuenta que no queda nadie en el auditorio, que todos se han ido, que sólo queda la oscura sala, y la realidad vuelve, pesada, enorme, deslizándose de forma torpe, avanzando, demoledora.
Awa despierta, tirada en la cuneta. Su vestido ya no es de seda, si no de cuero, y no es verde, sino rosa chicle. Unos mínimos pantalones dan paso a unas medias de rejilla que ocultan unas rodillas despellejadas y llenas de moratones. Un top apenas cubre su pecho.
Las luces de un camión la enfocan, cegándola, a menos de un par de metros. Apenas puede abrir los ojos.
El conductor hace sonar el claxon, impaciente. Retumba.
Ese sonido. Eso era.
Mira a la izquierda. Ahí está el coche que las vigila. Awa piensa en hacerse la dormida, volver a soñar con la vida que pudo tener cuando le dijeron que iba a ser adoptada por un hombre moribundo, apenas cinco años atrás.
Lástima que muriera antes de firmar.
Lástima haberse quedado tan cerca.
Lástima, lástima…
El coche abre la puerta, en velada amenaza. Awa sabe que no tiene alternativa. Se levanta con dificultad, revisa que tiene todo lo que necesita en el pequeño bolso, y se acerca tambaleante hacia la ventanilla de camión, con la mejor sonrisa que le es posible articular.
En unas horas, piensa, volveré a soñar. Y eso la consuela.
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