El Viaje Encantado

El Viaje Encantado

Rodolfo Sultais

27/07/2019

El sur argentino, conserva extraños sucesos

que perduran en nuestras voces,

así como perdura el clima hostil en la región.

Con vientos que pulen los huesos,

revelando misteriosos acontecimientos

que brillan bajo la luna.


De tres hermanos soy el menor, en aquellos días mi madre era ama de casa, y mi padre conducía un camión de largas distancias. Cuando mi padre solía estar con nosotros compartía esos momentos fugaces como cuando te despiertan de un sueño. A veces, al llegar en altas horas de la noche para no despertarnos, apenas se oía su voz conversar con la voz de mi madre, como una pareja de pájaros que conversaban en su nido, y antes de marchar entraba a nuestro cuarto junto a mis hermanos, cruzando cada cama de la habitación para darnos un beso sobre nuestra frente.

Ese año, a meses de haber terminado el conflicto bélico de Malvinas, y a poco de finalizar las clases, él me dice:

-Tu madre dijo que pasas de grado, prepárate que en tus vacaciones me vas a acompañar. –

Mi sonrisa y el fuerte abrazo que le di delataban mi alegría. Entonces preparé mis cosas con la misma mochila del colegio, a medida que iba sacando los cuadernos y lápices lo cambiaba por galletas y algunos juguetes por si en algún momento me aburriría.

Hasta que ese día llegó, bien temprano de madrugada pasó a buscarme, con su gigante camión estacionándolo en frente de casa al ras de las lámparas de la calle cubriendo con una gran sombra, pareciendo un barco que amarraba en el puerto.

Desde Santa Fe, fuimos a buscar carga hacia los manzanares del sur, allá donde los árboles parecían estar adornados para las navidades. Llegamos a media mañana del siguiente día. Lo siguiente fue una larga espera en el Valle de Rio Negro, donde tuvimos que aguardar para la carga de manzanas con destino a Formosa.

Todo estaría listo para el mediodía, pero no fue así. Una gran tormenta que venía amenazando se desató en ese lugar, y los changarines que cargaban el camión al aire libre tuvieron que cesar la ardua tarea por varias horas.

Luego, al final de la jornada, nos encontrábamos avanzando los primeros metros sobre la ruta, mientras en el camino la noche llegaba soplando velas. Mi padre me advierte que cuando lleguemos al pueblo de Chelforó, aprovechemos a saciarnos, y luego de cenar continuar con el viaje para recuperar el tiempo perdido.

Después de haber disfrutado una excelente comida le ayudé a realizar una revisión al camión. Mientras caminaba por los costados del mismo, ráfagas frías soplaban cada vez más fuerte, cruzando entre los fierros provocando silbidos, pareciendo que alguien me llamaba, o una broma del viento. Recuerdo a mi padre con el palo de las ruedas que, al golpearlas, sonaban como tambores de tribus lejanas.

En ese pueblo había una bifurcación de caminos, los carteles indicaban ambos destinos. Uno de ellos era el más transitado, el que debíamos seguir era desolado. Por las condiciones del lugar solamente durante el día podías cruzarlo, ya que era angosto con muchas subidas y bajadas. Él insistió en seguir el viaje por varias horas más debido a la demora que habíamos tenido, pidiéndome que le cebara unos mates durante el trayecto. Para vencer al sueño, en estos casos, se recomienda algo sencillo para no dormirse:

Agua caliente, yerba y azúcar.

Y así fué.

Mi padre manejando el camión cargado de manzanas y yo a su lado cebando mate, nos adentrábamos en la famosa ruta del desierto, remoto lugar en donde el espacio va despacio y el mundo enmudece. A veces, en otras ocasiones, para entretenernos durante el día, jugábamos a adivinar los dos últimos números de las matrículas que cruzábamos, y por las noches, según el tipo de luz que tenían, si era un auto o un camión. Esa noche le propongo el mismo juego.

-Es una buena idea. – Decía mi padre. – ¡El problema es que ya pasamos la media noche y todavía no cruzamos ningún vehículo! –

Mientras marchábamos sobre el tiempo, parece que la suerte estaba a nuestro favor. Al fin a lo lejos divisamos una luz y rápidamente le digo que era un auto, detrás de esa había más luces.

-¡Son camiones! – Dice mi padre. – ¡Por las características se parecen a una caravana! –

Tuvimos que esperar un rato mientras avanzábamos y en algún momento tendríamos que cruzarlos, pero el camino era sinuoso, a pesar de eso, las luces parecían estar más cerca perdiéndose en las lomadas como furtivas cazadoras.

Después de varios minutos, las luces que se aproximaban nunca las cruzamos, de hecho, dejaron de verse. Convencidos de que la caravana se había estacionado sobre la banquina o aún peor, de haberse desbarrancado. Pero no había rastro de ningún tipo de vehículo, si bien notamos que algo raro sucedía mi padre me miró y para no asustarme, irónicamente dijo:

-¡Serán algunos graciosos que no tienen nada que hacer!-

Pero nada tenía sentido. Ni bien terminó la frase, nuevamente aparecieron las luces como vehículos que venían por la ruta y en todas direcciones, luego desaparecían.

Sucedió una y otra vez por lapsos que parecían nunca acabar, a tal punto de quedarnos sin palabras para describir lo que ocurría en ese inhóspito lugar. Hasta parecía que el motor del camión se apunaba, o mis oídos, no sé. Mi abuela siempre contaba de luces vistas en los campos, que eran espectros regresando para enterrar sus huesos.

Mi padre siguió conduciendo hasta el cansancio, mientras que el agua del mate que tenía en mano ya se había enfriado.

A lo lejos, luces que asomaban difusas y nuevas sensaciones extrañas volvieron a suceder. En aquel momento, me animé a preguntarle si eran o no, mientras nuestras miradas enfocaban a una sola dirección porque no estábamos tan seguros si se repetiría aquel suceso inexplicable, cuando mi padre exclamó:

-¡Es el parador de General Acha!-

El alma nos volvió al cuerpo y sentimos un profundo alivio.

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