Muerte; tan curiosa palabra. De niño la utilizaba con frecuencia porque la veía normal. ¿La televisión habrá tenido la culpa? Quizás. Volteo al pasado para encontrarme con la razón de tal situación. Veo en este recorrido de la memoria que el dolor provocado por el final de la vida en algún ser no existía en la mente de un niño pequeño.

El llanto no lo producía el ánima ausente de un familiar o un amigo, sino la simpleza de que papá se fuera de casa a trabajar desde temprano y no me llevara, o el aprecio destruido por un juguete que se rompía; eso era la muerte para mí en esas etapas de vida. Lo normal, ¿no?
«Lo mató» se decía comúnmente en algunos programas, y el trasfondo de esa oración se reducía a «terminó», pues no se veía más allá; al dolor que sentirían los cercanos del fallecido, al trabajo que dejaría de ejercerse, al espacio que llenaba en este mundo… Bueno, un infante no entiende entonces al dolor ajeno todavía.
Empecé a entender el duelo gracias a personajes de historias de heroísmo y sacrificio. Alguien tan grande, ¿cómo puede morir? Creo que el primero que recuerdo fue «El Planeta del Tesoro», cuando la pusieron en el kínder en 2003. La escena en la que el padre de Jim se va, ¡cielos! Me sentí bastante identificado, nostálgico, triste, pero, al ver que no volvió, comprendí que ese sufrimiento te corroe para siempre al recordar. Y mi alegría al ver a mi padre llegar del trabajo en las tardes era un alivio…
No obstante, aún no lo entendía…
Hubieron más encuentros con el duelo mostrado en la ficción, todos me enseñaron que debía ser fuerte, a tal grado, que uno termina en el desapego de todos antes de que se vayan; y así, los seres queridos se compactan en un significado que provoca poco, incluso se planea y se simulan muertes en nuestros pensamientos, como todo un pesimista, sabiendo que es inevitable perder la vida.
Lo normal, ¿no?… Creo que no.
Soy un personaje ficticio viviendo en la realidad. Tan frío y calculador con lo sentimental, que acabó revirtiendo lo cualitativo con lo cuantitativo, haciendo una mezcla de ambos que lo llevan a un infinito error del que no saldrá hasta que le llegue la hora, pues su obra artística, su más grande investigación y su vida son una misma, y solamente muerto podrá comprobar si valió la pena o no este transcurso de locura e ingenuidad.

Mi suicidio está escrito en la negación del mismo; de otra forma, no dolería tanto.

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