Hace poco me dejó mi novia y me siento fatal, además nos enteramos de que mi padre se encontró una güera en el gabacho y ya no nos va a mandar dinero. Es por eso que le he pedido al señor Jesús, el tío de Andrés un ex compañero de la secundaria, que me deje ayudarle en su taller mecánico. Llevo dos meses con él y ya he aprendido muchas cosas, lo malo es que por los pocos pesos que me da he comenzado a descuidar las clases. Hoy, por ejemplo, me he tenido que levantar a las cinco de la mañana para llegar a las seis a chambearle. Es que hay un trabajo urgente y si no lo termina el señor Jesús esta semana no le pagan. Lo bueno es que hoy es jueves y dentro de dos días tendré el fin de semana libre, bueno casi libre porque tengo que ponerme al día con las clases y creo que al final no voy a poder. Mi madre hace hasta lo imposible para darnos de comer, mis hermanos están en la secundaria. Laurita está en segundo y a duras penas va sacándose sus seises, pero Antonio es un crack, aprende rápido y cuando crezca quiere ser ingeniero. Sabe más física, química y matemáticas que yo, y eso que yo estoy en el primero de bachillerato. Mala suerte, Joaquín—me dicen todos con lástima—, como si al nacer me hubiera faltado algo de cerebro. A parte de eso, me sigue la mala pata. No tengo mucha suerte con las chicas y cuando veo a una que me gusta me pongo colorado y se me borran las palabras. Nunca he sido muy parlanchín ni guapo, lo único que tengo dice mamá es que soy un poco acomedido y me meto en el pellejo de los demás, ¿Pero de qué me sirve? Si siempre salgo perdiendo, regañado, castigado o pagando el pato. Bueno, ahí está el señor Jesús, dice que está desde las cuatro de la mañana montando el motor del Mustang y que le tengo que ayudar con el radiador, la parrilla y los cables que faltan.

Son casi las siete de la mañana, don Jesús está contento porque en la radio ponen su música favorita y el trabajo va viento en popa. Así sí vamos a terminar—me dice— con su enorme sonrisa de dientes de elote y su pelo erizado. Su bigote parece una oruga espinosa. Es muy moreno, bajo y fuerte. Tiene manos de piedra. Cuando me quemo sacando los tornillos de los motores calientes, llega él y me dice que no aguanto nada que tengo manos de niña. A mí me da coraje, pero me lo aguanto, por eso meto las manos en gasolina para que se me endurezcan.

Bueno, es hora de tomarse un vaso de atole con una telera y un tamal. El señor Alberto ya está en el zaguán mirándonos y preguntando si vamos a querer lo de siempre. A mí uno de mole y para el chamaco uno de dulce—dice el señor Jesús—, pero yo también pido de mole y oigo que los dos dicen que ya estoy creciendo. El señor Alberto con su eterno sombrero de ala ancha nos cuenta chistes y nos morimos de la risa, nos empieza a servir el atole, pero se le derrama todo y se le caen las tortas con los tamales. ¡Ah, caray! ¿Qué chingaos está pasando, Dios mío? Sentimos que el piso se empieza a mover, primero despacio hacia arriba y luego en círculo. Nos miramos unos a otros y no sabemos cómo reaccionar, la bici del señor Alberto se mueve de un lado para otro, lejos se oyen unos gritos, pero se mitigan rápido. Yo he sentido temblores fuertes, pero este, está cabrón. Todo cruje y se siente el aire frío. De pronto todos se detiene, sale la gente amodorrada, son las siete y media, algunos apenas se estaban arreglando para salir, miramos alrededor y no vemos desperfectos, sólo alguno que otro poste se ha doblado por el peso de los generadores. Al mirar un poco más lejos, notamos que en el habitual paisaje faltan unos edificios. Nos invade el temor de que se hayan caído y preferimos decir que nuestra memoria nos engaña, que es por el susto, sin embargo, el señor Alberto lo confirma. Ahí estaba el edificio de las costureras—murmura quitándose el sombrero—, se los juro, siempre les llevo a las ocho de la mañana su desayuno. Ya no hay duda, el señor Jesús coge rápido unas herramientas, guantes de carnaza que saca quién sabe de dónde y un mazo. ¡Vénganse—nos grita—, vamos a ver si salvamos a alguien!

El señor Alberto mira con recelo su armatoste con el bote de atole y los tamales, se resigna y empezamos a seguir a Jesús. Llegamos al edificio, está hecho ruinas, algunas personas están retirando los escombros. Trabajan rápido y sólo dan órdenes, la mayoría se esmera en silencio. Alguien descubre un hueco y me llama. “Ey, tú, ven aquí, seguro que tú sí cabes por aquí”. El señor Jesús me empuja y subo por los trozos de hormigón hasta llegar a donde está un señor gordo todo empolvado. “Métete por allí y ve sacando los escombros—me dice indicando con el dedo un hoyo—. A ver si encuentras a alguien”. Me meto con dificultad, pero dentro hay más espacio, me enrosco y me giro, saco una piedra grande, luego otras más pequeñas, mientras trabajo, siento las respiraciones de las personas que con voces llenas de esperanza rompen el tétrico silencio de la ciudad. Mis pensamientos, sin quererlo, se dirigen a mi madre. Por primera vez en dos horas me estremezco al pensar que debe estar preocupada por mí. Podría correr a buscar un teléfono para hablarle, pero estoy cerca de un sitio de donde sale un quejido. Sigo escarbando, el señor Jesús desde afuera me dice lo que hay que hacer para seguir avanzando. Veo unos pelos negros llenos de polvo, tengo la impresión de que es una anciana quien no para de lamentarse, pero su voz es muy joven. ¡Dios mío es una muchacha! Trato de tranquilizarla y me salen fuerzas de dentro. Intento jalarla, pero ella me dice que está atorada. Trato de liberarla, hay un bloque de piedra muy grande encima de ella. Pienso que con una perforadora se la podría sacar, ¿cómo encontrarla? Ella me mira conteniendo el dolor, sus ojos reflejan un hálito de esperanza. Llora en silencio y respira con fuerza. Una hora he estado con el cincel y el martillo rompiendo el cemento que la tiene atrapada. Pasa una hora más, tengo el brazo acalambrado de tanto golpear. No hay para cuando sacarla, me empieza agobiar la desesperación, pero el bloque se quiebra y me deja ver con dificultad sus piernas. Las veo deformadas y trato de atraerla hacia mí. Llora y no sé si es porque se siente salvada o por el dolor. A mí me impulsa el deseo de subirla para que le proporcionen ayuda. Salgo por fin y me ayudan a tirar de la chica que grita con desesperación, nadie es capaz de tranquilizarla. Veo que hay mucha gente. Recuerdo que sólo tres días atrás había visto por la televisión las maravillas que hacían los soldados en las emergencias con su plan de salvación y me pregunto por qué no han llegado. Si no lo han hecho es porque la tragedia debe ser enorme y no se dan abasto. La gente sigue buscando huecos por los escombros y varias personas ya han logrado entrar a la montaña de varillas y hormigón que son la herrumbre de lo que fue el edificio de las costureras por muchos años.

Descansa, hijo, te ves fatal—me dice el señor Jesús que está como un polvorón—, ya han llegado más personas y una ambulancia con socorristas está ordenando a la gente para que el trabajo sea más efectivo. No señor Jesús—le contesto con rencor—, seguro que allí adentro hay más personas, voy a entrar de nuevo. Bueno, mijo, pero llévate esta linterna. Entro de nuevo y el tiempo se queda atrapado, se ralentiza dentro de esa madriguera, afuera ya es de noche, pero sigo sacando piezas de los muebles aplastados y rotos, artículos de oficina e infinidad de cosas. Cuando salgo, sin haber podido hacer nada, veo que hay una grúa, me indican que van a mover los cascotes y que me meta a buscar orificios por donde se pueda meter una cadena. Levantan un techo y veo a varias mujeres, las alumbro con la linterna, les hablo, pero no me responden. Oigo una voz, pero viene de más abajo, no entiendo lo que dice. Sigo sacando cuerpos y no sé cuánto llevo aquí. He salido dos veces a pedir ayuda, me han dado agua y un plato de sopa, sigo tratando de llegar hasta el sitio de dónde sale la voz cansada y quejumbrosa. Ya descansa—me pide el señor Jesús, pero ya no lo veo, sólo noto una figura que se le parece. Vuelvo a entrar y bajo, me retuerzo para irme metiendo hasta donde está la mujer que me llama con lamentos. Ya la veo, para llegar hasta ella tengo que mover una tabla que quedó atravesada y me obstruye el paso. Salgo por algo para romperla, pero al bajar empieza una réplica, me empiezan a caer trozos de hormigón, siento que algo aplasta mis piernas y todo hace un ruido horrible, me invade el miedo y comienzo a llorar, de mi boca sale El Padre Nuestro, la mujer también chilla y se encomienda a todos los santos. Al recobrarme me doy cuenta de que me he desmayado, no sé cuánto tiempo ha pasado, el peso en las piernas me impide moverme y me doy cuenta de que estoy atrapado. Entonces, pienso que es el final, que debí avisarle a mi madre que estaba metiéndome por estos hoyos y que debía estar tranquila. Ya es demasiado tarde, lo único que me queda es esperar a que alguien me ayude. Siento que me hablan, respondo que estoy bien. Se libera el peso de mis pantorrillas, muevo las piernas, están bien. Me preguntan que si puedo encontrar un lugar para jalar las vigas con la cadena. Esta es más larga. A tientas busco hoyos, rodeo una gran piedra y empiezo a retroceder. Jalan muy despacio, alcanzo a escuchar el grito de la mujer y presiento lo peor, le grito al de la grúa que pare y me meto de nuevo. Hace un frío horrible, sopla el viento por las rendijas, es de madrugada. Afuera hay muchas voces, pero no alcanzo a entender qué dicen, al final veo que la grúa ha abierto una gruta y hay cuerpos. Comienzo a sacarlos. La señora que se lamentaba me ve con agradecimiento, se mueve con dificultad, debe tener muchos huesos rotos, la voy subiendo despacio, cada vez que la jalo de los sobacos grita, pero sigo hasta que salimos. La llevan a una ambulancia. Estoy deshecho, le digo a unos rescatistas que hay más personas dentro, que ya está abierto el paso. Se meten. Alguien se acerca y me pregunta que si soy «El Lombriz». ¿Cuál lombriz? Joaquín el muchacho del taller—me dice una joven— con un micrófono y un camarógrafo alumbrándome la cara. Me hace preguntas y me ve con su cara asombrada, me dice que la ciudad está destruida, que esta es la parte más afectada y que me van a transmitir cuando salgan las noticias. Se me traban las palabras y berreando con el rostro cubierto, le pido que le dé un mensaje a mi madre. Estoy bien mamá, no he llegado a la casa ni he hablado por teléfono porque tenía que salvar a estas mujeres. Te quiero.

Dedicado a mi amigo Vicente, «El muelas», quien nos contó un día cómo participó en los rescates en México en el año 1985.

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