«Esa mañana se despertó de un salto, como si el llamado de su destino la hubiera hecho consciente de la factibilidad ilógica de su sueño. Miró el reloj y se dijo para si, creo que voy a llegar tarde. Para su fortuna, ya tenía el equipaje preparado. Los enseres personales que la acompañarían ya estaban todos reunidos dentro de su bolso, fruto de una previsión no deliberada. Hizo un último café en aquella cocina, recordando que dos días antes sus cuatro paredes albergaron una comida familiar en su nombre, con la melancolía que conlleva. Habían acudido casi todos sus allegados. No pudo echar en falta a nadie, fueron tanto su hermana (con sus dos preciosas sobrinas), como su madre. También la anciana madre de su madre. Contemplar ésta estampa era como desentrañar las piezas de una matrioska, los rasgos comunes de todas las presentes hacían posible entrever su parentesco. También acudió su padre. Aquel que tanto le había hecho sufrir, que tanto le había exigido. Ella se preguntaba si en un futuro sería capaz de enterrar bajo un perdón aquellos recuerdos que la atormentaban, aquel sentimiento de no ser suficiente.
El ruido de la cafetera la despertó de su recuerdo. Llenó por última vez la taza que le habían regalado sus ex compañeros de oficina. Ni si quiera pensó que fuera una buena idea llevarsela. A diferencia del resto de objetos que en esa casa se encontraban, la imagen de la taza en su mente no estaba conectada a ningún recuerdo agradable. Quizá debido a la hostilidad velada que se respiraba en su antiguo lugar de trabajo, la taza se mostraba ante ella como un regalo de convención. No se despidió de nadie en su último día, igual que no necesitaba esa taza. Simplemente apuró su café hasta acabarlo y la dejó sobre la fregadera.
Preparó la ropa que iba a vestir y se metió en la ducha. Recordó la última noche de pasión con el que había sido su compañero estos últimos años. Años convulsos de sentimientos encontrados; idas, venidas, portazos, chantajes, caricias, gritos y muchísimo amor. Aunque ya había ocurrido antes, ésta vez era diferente. En su mente la idea de no querer verlo nunca más latía con fuerza, atenazando el nudo de su estómago. Aunque insegura, se sentía liberada de su necesidad, y la extraña corriente de causalidad a la que llamamos tiempo, secundaba ésta opinión. De algún modo, también se estaba despidiendo de él. Salir de aquella ducha fue un símbolo de su adiós. Secó su piel, se puso la ropa que había elegido. Hizo por última vez una línea con su mano sobre el vaho de aquel espejo. Dibujó con un lapiz rojo unos labios sobre los suyos, se guiñó un ojo y se despidió de su reflejo.
Bajó las escaleras, de un vistazo se podía divisar toda la planta baja. Era una estancia abierta. Constituía en si un comedor, a su vez una cocina y a la par un salón con biblioteca, y aún así, la mínima señal de unidad era ilusoria, ya que los objetos parecían arrojados sin ningún tipo de equilibrio. Una mesa de plástico que trataba de aparentar madera albergaba a su alrededor varias sillas, distintas entre sí. La posición de la mesa dificultaba el acceso a la estantería, que estaba llena de volúmenes de tan diferente género que igual podían pertenecer a un niño con curiosidades ambiguas que a un ortodoxo catedrático sabio ya en todo. Los cuadros eran copias de lienzos bellísimos, pero denotaban una impresión de mala calidad, por culpa de tinta y papel baratos que falseaban (el doble) a su arquetipo. El casero que alquilaba el apartamento compró los muebles y la decoración invirtiendo el mínimo tiempo y dinero posible, para poder arrendar por un poco más. Ella no podía llevárselos, no eran suyos. Tampoco eran del casero, los había despreciado desde el momento en el que eligió no elegirlos con esmero. Se podría refutar incluso su propiedad, diciendo que la dimensión física de los objetos carece de importancia. Ella llevaba años enlazando sus sucesos a esos objetos. Por ejemplo, cuando miraba las copas de su armario, no veía cinco copas de cristal más o menos robusto. Ella veía cada recuerdo de una comida copiosa, las veía llenas de vino tinto, blanco, a veces de cerveza… Las veía lucir la navidad y seducir la primavera. Veía 6 y no 5, por que sabía que una se había roto, aunque no recordara la ocasión. Todo aquello era verdad, existía. Pero en realidad todo eso da igual.
Cubrió de un vistazo todos sus recuerdos y cruzó la puerta. Cerró con llave y la escondió entre las ramas de un arbusto. Caminó por ultima vez sobre aquellas losas de piedra y se dejó embriagar por el olor de las flores. Había muchas y de distintas formas y colores. Rojas, amarillas, pequeñas, grandes, vivas y marchitas. Y de esa composición de diferencias, de esa multiplicidad de fenómenos visuales se engendraba un solo aroma, que agolpado contra su nariz la producía una especie de nostalgia. Cruzó la calle sin pensar en todo lo que dejaba atrás, segura de si misma y arrojada a su futuro. Escuchó el profundo ruido de un claxon acercándose por su derecha. Y entonces, asustada, alzó la vista y vislumbró la ultima cara de la que podría despedirse. La cara horrorizada del conductor del autobús.
Si el lector después de conocer ésta historia imagina la tumba de nuestra protagonista, no podrá evitar escribir con sus propias palabras un epitafio parecido al siguiente: «Su finitud olvidó recordarle que la despedida no es algo voluntario» o, para los más poéticos: «Agazapado y escondido entre todas las posibilidades, se encuentra nuestro último viaje»
OPINIONES Y COMENTARIOS