El viaje hacia atrás

El viaje hacia atrás

Javier Vidal

02/07/2019

Ocurrió hace tiempo. Necesitaba escapar de una ciudad envuelta en espasmos de lluvia, alejarme del ritmo impuesto por la repetición de los días, la misma que me empujaba a comer, bailar y cagar con la cadencia de una máquina, en el sentido de las agujas del reloj, de izquierda a derecha, brisé volé, una vez más, repetimos mañana. Terminado el ciclo comenzaba el siguiente… hasta que me rompí.

Ni siquiera recuerdo por qué decidí hacerlo. Quizás fueron los pies de Nuréyev, el bailarín ruso que se desplazaba en el aire como una bala en un instante estático, con esa extraordinaria capacidad de acelerar rompiendo las leyes de la física. Así que, renunciando una vez más al espacio-tiempo de mi mala memoria aparecí, sin querer, en la playa de Lapamán. Dejé las zapatillas sobre una roca con la forma de una cabeza de tortuga, me arremangué los pantalones de lino hasta las rodillas, ajusté las correas de tensión y las asas de mi mochila del Decathlon y eché a andar sobre la arena… hacia atrás. Un paso, después otro. Al principio, tuve la sensación de volver a entrar en el mismo vórtice del que quería librarme, la eterna repetición del bailarín, y sin embargo, poco a poco, con el rumor del mar a estribor y el sol produciendo una alargada sombra frente a mis ojos, comencé a acostumbrarme. Pocos lo saben, pero resulta que caminar de esta forma alivia la tensión en los isquiotibiales y requiere menos rango de movimiento en las articulaciones de la rodilla. De lo que nadie te previene es de la cara que ponen los bañistas y los niños que juegan en la orilla al ver pasar a un colombiano de mirada triste y gemelos hiperdesarrollados que desconoce la verdadera razón para desplazarse como un cangrejo, y sigue y sigue, como si su vida dependiera de ello.

Al llegar al final de la playa —me llevaría unos veinte minutos alcanzar mi objetivo— decidí que la aventura no había hecho más que comenzar. Miré a mi alrededor, respiré hondo, sentí el dulce olor de los eucaliptos y me di un baño que, en realidad, fue más bien un bautismo salado. Sumergí la cabeza en el agua, aguanté la respiración durante un minuto y tuve una revelación íntimamente relacionada con el orden y la dirección de las cosas dentro de este frágil universo. Cuando salí a la brillante superficie del día ya lo había decidido: viajaría durante un mes caminando hacia atrás. El destino lo establecería mi propio impulso vital con la ayuda de las estrellas, el viento y la guía de los mejores restaurantes de Galicia desplegada sobre la blanca arena.

No sé si alguno de ustedes lo ha intentado alguna vez, pero no es nada fácil moverse de este modo. Debes incrementar la velocidad progresivamente, mantener el cuello recto, agudizar los sentidos, esquivar baches y perros abandonados, mirar de reojo a las bicicletas, anticiparte a las sorpresas del camino y mantener el ritmo estable durante todo el día si no quieres que las plumas del cuervo de la madrugada se te echen encima en mitad de un poblado gitano. Además tienes que convivir con los comentarios de extrañeza que surgen a tu paso (invertido).

—¿Y este qué hace en dirección contraria?

—¡Oye, tú, Pink Floyd, que vas a rebasar el límite de velocidad!

—Necesitas un espejo retrovisor… y un buen psicólogo, filliño.

Y de Lapamán hacia el norte: Marín, Os Preceres, una mariscada en Pontevedra, las vistas espectaculares de la ría con sus bateas y atardeceres púrpuras, borrachera antológica en el «Zoo» de Sanxenxo, nudismo y «1906» en la playa de Pregueira, La Lanzada y «El Náutico», el Acuario do Grove al borde del mar… y con la repetición de ese gesto, un poco simiesco y al mismo tiempo más humano, me fui liberando de las cuerdas que atenazaban mi menudo cuerpo, como si de alguna manera, un tanto extraña, mirar las cosas desde otro ángulo tuviera en el observador el efecto deseado sobre una realidad inabarcable, común e intrusa para todos, y cuyos cuartos traseros se desvelaron pedazo a pedazo a lo largo de aquel verano. Y cayó la máscara y con ella Cambados por detrás; Vilagarcia de Arosa y su cocaína bajando amarga; As Cortes por delante; Rianxo; una cena en la terraza del restaurante Loliña; Elena, mi rollo de solsticio; más albariño… y el ácido úrico alcanzando niveles cercanos a la parálisis cerebral.

Al coronar las dunas de Corrubedo estaba amaneciendo. Ascendí la montaña como una gamela remolcada por el viento del norte, con mis ojos clavados en las huellas de mis pies, frágiles montículos que, como migas de pan cristalizadas, señalaban los últimos metros recorridos. Y paré. Las piernas dejaron de responder a mis impulsos. Se había acabado. Era el momento de volver a casa, de formar parte de aquello que detesto, pero que al mismo tiempo es parte indivisible de lo que realmente soy. Dejé la mochila en el suelo y, sin ese peso sobre los hombros, observé el movimiento del sol, su gesto inconsciente alrededor de la tierra, una bola ardiente empañada por las lágrimas de un bailarín que se quedó parado en ese mismo sitio, 42°34’38.1″Norte-9°03’19.6″Oeste, un lugar distinto al que siempre regreso cuando camino hacia atrás.

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