Primero se cerró el cielo, tiñendo de tonos oscuros la exuberante alfombra verde que prosperaba bajo su manto. Luego estalló la tormenta, descargando —podría decirse que con saña, si a este fenómeno se le atribuyese cognición—, una densa cortina de agua sobre la tierra onubense. Daba la impresión de que el mismísimo Thor dirigía la acción personalmente. Como si quisiese ejercer un castigo ejemplar sobre alguien que cuestionaba su voluntad.

En un abrir y cerrar de ojos los regueros se convirtieron en arroyos, y estos, en auténticos ríos, conformando una impresionante riada que lo arrasaba todo a su paso. La inmediatez del suceso cogió por sorpresa a la comunidad, que en ese momento se entretenía en tareas domésticas. El hormiguero se vio asolado y de él solo tres hormigas parecieron sobrevivir al desastre, aunque su integridad no parecía del todo garantizada. Cuando nadaban al límite de sus fuerzas y todo parecía perdido, algo se cruzó en su camino que hizo cambiar el curso de los acontecimientos. Una nuez flotaba a su lado empujada por la corriente. “Después de todo —pensó Hiz, una reina joven— Thor aprieta pero no ahoga”. La nuez tenía un pequeño orificio en su estructura, señal de que algún ave había empezado a horadar en ella. Por ese agujero se metieron las hormigas y se dejaron arrastrar por la corriente.

La violencia de la riada llegó a su fin y las hormigas sintieron una calma en el exterior que solo podía significar una cosa.

—Bien —se atrevió a hablar Hiz, mientras se asomaba tímidamente por el agujero— nos hemos librado de una buena, pero la aventura no ha hecho más que empezar. Hemos llegado al mar.

Los dos machos que la acompañaban se asomaron también y parecieron venirse abajo. La pérdida de todas sus compañeras y la perspectiva que se abría no parecía el mejor modo de levantar el ánimo. Rompieron a llorar.

—Estamos vivas y eso es lo que importa —Hiz no conocía el desanimo— La nave es insumergible y dentro tenemos alimento suficiente para una buena temporada. Quien practicó el agujero debía ser una especie de visionario, pues dejó la nuez casi intacta. Podría haber sido mucho peor.

La improvisada embarcación pronto se puso a merced de las corrientes, siendo empujada por los fuertes vientos del oeste. Dentro, las hormigas se las habían ingeniado para fabricar una especie de tapa con los restos no comestibles de la nuez y de sus propios excrementos. Después de masticarlos una y otra vez les habían dado forma de manera que, una vez en su sitio, impedía la entrada de agua al interior. Cuando llovía sacaban el tapón y dejaban entrar agua suficiente para saciar su sed.

En cierta ocasión Hiz observó tensión entre sus dos compañeras. Creyó saber qué estaba pasando.

—¿Qué os pasa? Os veo muy tensas. No se os ocurrirá pelearos ¿Verdad? —dijo pícaramente.

—¡Qué va! —respondió Hurz, la mayor, visiblemente turbada ¿Por qué lo dices?

—¿Y tú, Hemz? ¿No tienes nada que decir? —Hiz parecía disfrutar con el interrogatorio.

—¿Yo? Bueno… es que… nada, olvídalo.

—Estamos juntas en esto —le cortó Hiz— Las tres. ¿Entendéis? Sólo si permanecemos unidas tendremos alguna esperanza. Y no quiero veros más con esa actitud pueril de quien se lleva el gato al agua ¿Estamos?. La llamada de atención no ofrecía duda alguna respecto del motivo de la disputa.

Los días fueron pasando y el alimento empezó a escasear. Establecieron raciones más pequeñas, puesto que no sabían lo que aquello podía durar. Las desavenencias entre los dos machos continuaron, ya que en un espacio tan pequeño el olor de las hormonas llega a ser narcotizante, pero Hiz siempre supo manejarlos y la pugna nunca fue a mayores.

Un día notaron que la embarcación no se mecía con las olas y que reposaba inmóvil. Sacaron el tapón y se asomaron. Lo que vieron bajo una maravillosa mañana de octubre les produjo sentimientos encontrados. Desde la roca donde se encontraba la nuez, observaban como una comitiva de grandes hormigas les salía al paso en actitud amenazante. Mientras, cerca de la playa, unos hombres ataviados con cascos y corazas brillantes, arriaban botes de tres carabelas ante la mirada absorta de un grupo de indígenas.

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