«En Mejillones yo tuve un amor
y no lo puedo encontrar.
Quizás en estas playas
esperándome estará.
Es una linda rubiecita,
ojos de verde mar.
Me dió un beso y se fue,
y no volvió más».
(Gamelín Guerra, 1938)
Y se cumplió esa tradicional canción. Cuando Demetrio Segundo Gómez la escuchó iba en un transfer que lo llevaba del aeropuerto a la ciudad de Antofagasta, precisamente al terminal de los buses que hacían el recorrido a Mejillones. En ese pueblo pasaría el fin de semana trabajando para la empresa minera transnacional que lo había contratado años atrás.
Aunque el viaje hasta el pueblo fue largo y tedioso, al pisar el último peldaño del bus no imagina siquiera lo que le tiene preparado el destino. Al poner el pie sobre el piso se distrae y tropieza, pero no cae. Se recupera con una sonrisa en su rostro y al levantar la vista se encuentra con unos ojos que lo observan con curiosidad. No sabe si es por el descuido al bajar del bus, por su forma descuidada de vestir o simplemente por el sombrero de cuero que lo hace ver más jovial y menos añosos de lo que realmente es.
Una vez en el hotel se da cuenta que no ha dejado de pensar en esos ojos aceitunados que lo observaron y aunque intenta recuperar en su memoria el resto de esa figura femenina, no consigue hacerlo. La curiosidad ahora se apodera de él.
Sin olvidar esa mirada, se dirige a almorzar en uno de los dos restaurantes del lugar. Ha elegido La Piedra porque es el más caro y supone que no va a tener que esperar una mesa, pues luego tiene que presentarse en la compañía para trabajar durante la tarde. La comida estuvo deliciosa, eso le dijo al dependiente que lo atendió, canceló y se encaminó a la puerta, pero al cruzar la mampara se encuentra con esos ojos que han despertado su curiosidad, se miran y se sonríen. Se dio cuenta que reaccionó de mejor forma, pues ahora la observó con cierto detenimiento, estimando que aún no alcanza los treinta años, de pelo rubio tomado con lo que parecía ser un hueso de algún pez, pero delicadamente tallado, vistiendo un pantalón y blusa que se adaptan perfectamente a su cuerpo delineando su silueta hasta en los más íntimos detalles. Demetrio le sonríe y saluda, se cruzan, pero ambos voltean para observarse donde sus miradas nuevamente se entrecruzan.
A pesar que va a su trabajo, durante la tarde no puede quitar de sus pensamientos la mirada envolvente del encuentro. Cuando terminó su jornada en la compañía, camina por el pueblo con un destino, aunque sin saberlo, busca un lugar donde tomar un café y comer un dulce de manjar. Al encontrarlo, descubre súbitamente que va a encontrarse con ella. Al entrar la ve sentada en un rincón, como si estuviera esperando compañía. Demetrio va y se sienta a su lado sin pensarlo. Ella lo saluda y le toma las manos envolviéndolas con las suyas, mientras le dice suavemente que lo estaba esperando. Desde ese momento no volverán a separarse más.
Caminaron lentamente hasta el hotel, por el camino más largo que pudieron encontrar, dando la vuelta por el cementerio, luego por Circunvalación al sur para regresar por la costanera hasta la Capitanía de Mar, donde se detuvieron algunos momentos para observar el juego de unos niños en unos viejos aviones que quedaron de la Segunda Guerra Mundial, aunque nadie sabe cómo llegaron al lugar.
Una vez en el hotel se dirigen a la terraza, donde dejaron que el tiempo transcurriera lento mientras desnudaban sus vidas conociéndose, aunque sabían que se conocían de toda la vida. Ya bien entrada la noche se fueron a la habitación donde se desvistieron con cierta parsimonia, observándose, para luego estrecharse en un abrazo que transformó el tiempo en una pausa que cambió el curso de sus vidas. Hicieron el amor una y otra vez durante ese fin de semana. No volvieron al café, no caminaron más, porque cada tiempo libre lo transformaban en una pausa entre sábanas y aromas corporales que gozaban en plenitud. Siete, nueve, once, quince, simplemente perdieron la cuenta, pero siguieron haciéndolo hasta quedar agotados, pero recuperándose para una nueva pausa sin ocultar el deseo.
Regresaron a Antofagasta a mediodía del domingo en un bus desconocido que los dejó cerca de la plaza y a unas cuadras de su transitorio hospedaje, pues esa misma noche se regresaban a Santiago. Los estaban esperando y una dependiente de facciones rígidas y seriedad en la voz les indicó su habitación. Una vez que se retiró, cerraron la puerta y se dejaron caer en camas separadas, pero al cabo de unos minutos ya estaban desnudos. En una pausa recorrieron sus cuerpos una vez más. Se incorporaron y salieron a comer y recorrer la ciudad, mientras aprovechaban de descansar, pero ellos sabían que solo podrían hacerlo cuando llegaran a la capital.
Demetrio y Carolina se despidieron a la salida de la sala de equipaje, sin pausas, solo con el deseo de no separarse.
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