Viaje al interior de la montaña

Viaje al interior de la montaña

Rosa

23/06/2019

Nada más volverme, vi que el grupo de excursionistas había desaparecido. Sin embargo, no estaba preocupado; a pesar de que el Sol parecía encontrarse demasiado cómodo en lo alto del cielo, poco dispuesto a dar una tregua en medio de su calurosa batalla contra la noche. Me gustaba sentir que existía relativa distancia entre mi cuerpo físico y el resto del mundo. Había cierta magia en perder el camino. Cuando los mapas han dejado de calcular el recorrido mínimo entre dos puntos, comienza la siguiente aventura.

Cansado de dar vueltas y vueltas sobre mí mismo, decidí sentarme a la sombra de aquellos árboles cuyo nombre desconocía. Recordaba con vaguedad el nombre que el guía había utilizado, pero en el fondo carecía de verdadera importancia. En cierto modo, su aspecto me recordaba a las grandes sombrillas que mi abuela compraba cada vez que regresábamos en verano a la playa, aquellas bajo las cuales podía esconder todo su cuerpo incluso tumbada. Ni siquiera la petición desordenada de todos sus nietos conseguía arrancarla de aquel decisivo lugar.

La luz se filtraba entre las hojas y caía sobre la tierra de escasa hierba. Una larga hilera de hormigas trabajaba en su propia cadena de montaje, ajena al tremendo paisaje que les rodeaba. Se asemejaban a mi abuela, pensé, incapaces de ver más allá de lo que pudieran alcanzar. Me sorprendía su comodidad con las pequeñas cosas de la vida. Yo, por el contrario, necesitaba desafiar al viento en su carrera. Me parecía más a ese pájaro de vivos colores que se perdía ahora en el horizonte. Él sí comprendía la necesidad de conocer territorios salvajes.

La vista se extendía más allá del valle y la inmensa llanura, hasta toparse con aquel gigante hecho de roca. Las tribus del lugar habían decidido darle un nombre útil, y se referían a tal fenómeno de la naturaleza como “montañita de las caravanas”, pues siempre había servido como punto de referencia para los viajeros que merodeaban por la zona. Su verticalidad destacaba muy por encima de la tierra colindante, y los colores vivos y blancos en la cumbre convertían su presencia en una brillante guía.

Estaba convencido de que la montaña me observaba, y el hecho de que no pudiera ver sus ojos no hacía otra cosa que reafirmarme en mi particular creencia. Al fin y al cabo, eso era lo que ellas hacían desde el comienzo de los tiempos. Al perdurar incólumes en su puesto de vigilancia durante miles de años, habían desarrollado un gran olfato para los seres vivos y animados.

Así como las hormigas podían esquivar cualquier obstáculo en su camino para volver a la fila. Al igual que mi abuela conseguía permanecer bajo la sombrilla aun rodeada de inquietas y diminutas personas. Todos ellos habían aceptado su lugar en el mundo, y pasara lo que pasara a su alrededor, se mantenían firmes y elegantes en su propósito existencial.

Nunca me había sentido capaz de empatizar con las montañas hasta el día de hoy, desde el mismo momento en que la contemplé impasivo, a la sombra de aquel árbol cuyo nombre no recordaba. Por una milésima de segundo pude comprender su inmovilidad e impermanencia como un todo, aunque que el agua, el viento o el hombre le amenazaran. Tan segura se mostraba, que si la muerte decidía visitarla, allí estaría esperando.

Y sin más, como abrasado por el fulgor de una verdad al fin revelada, me convertí en la montaña. Asumí cómo la inercia de mi vida me arrastraba sin rodeos a este instante de claridad mental en el que me sentía uno con la roca. En seguida, advertí que no podía mover ninguna de mis extremidades, desde la punta del dedo hasta las articulaciones superiores. Nadie respondía a mi llamada de emergencia. Era consciente de todos los sonidos que se producían a mí alrededor, pero no podía siquiera emitir al más mínimo ruido. Las cuerdas bocales habían dejado de vibrar.

Aun así, no debía permitir que cundiera el pánico en mi interior. Tenía que mantenerme despierto para poder hallar una explicación a mi presente estado de quietud. Pero en mi cerebro se confundían los pensamientos propios con aquellas otras voces volando en al aire. Cercana veía la silueta del pájaro que me estaba mirando, y pronunciaba palabras prohibidas a las aves.

– Entonces, doctor, ¿qué podemos esperar ahora?

Por un momento, me pareció que el viento le contestaba.

– Es una situación complicada, y aún es pronto para hablar de un daño irreparable. Pero no quiero engañarte, tu hermano está muy grave. El derrame ha sido notable; mucho tiempo bombeando sangre al cerebro. Por eso, me cuesta pensar que no hubiera sentido algún síntoma estas semanas.

– Se había quejado de un dolor intermitente en la cabeza. ¡El problema es que deseaba tanto realizar el viaje! No quería que nada lo estropeara.

Me sentía un espectador dentro de mi propia historia. Era obvio que estaban hablando de mí, pero yo no presenciaba tales hechos. Estaba claro que Juan se dirigía a un médico en su conversación, aunque ambos debían encontrarse a kilómetros de distancia del lugar.

– Debemos esperar. Todavía hay alguna posibilidad de que responda al tratamiento.

De pronto, me di cuenta de que el pájaro estaba llorando. En toda mi vida, nunca había comprendido la inmensidad del amor que guardaba mi hermano. Habían cambiado las tornas con una brusquedad insólita; ahora él era capaz de alejarse planeando de mí, mientras yo debía quedarme en la montaña. No obstante, eran sus lágrimas las únicas presentes, puesto que en mis ojos ya nada crecía.

– No lo sé, doctor. Creo que tenía razón cuando me dijo que este sería su último viaje.

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