Una caja de fósforos.

Una caja de fósforos.

Carlos Olarte

11/06/2019

Era costumbre verlo los fines de semana caminar desde muy temprano. Los soldados que resguardaban la villa militar que estaba al frente de su casa ya lo conocían y él a ellos. Por aquéllos días el país era gobernado por una junta militar y era poco frecuente ver caminar civiles por la villa, aunque eso a él no le importaba.

Nunca aprendía nada que no sea por propia experiencia. A más no y no, él daba la contraria, con la fresca y espontánea rebeldía de su pubertad. Entendía la preocupación de sus padres aunque no admitía ni dejaba que ello contenga sus caminatas, sus viajes más allá de los permitidos a muchachos de su edad.

Gustaba recorrer toda la avenida hasta el límite con la villa militar -era ahí hasta donde se podía llegar- para él era ahí donde comenzaba su verdadera aventura, su viaje esperado cada fin de semana. Silbando traspasaba la tranquera que separaba la vida civil del mundo de los militares, los soldados parecían haberle dado un salvo conducto tal vez, por identificarse con su humilde procedencia que se evidenciaba en lo raído y maltrecho de sus ropas, lo saludaban y festejaban soterradamente su audacia. Su primera parada era en las caballerizas adoraba acariciar a esos enormes caballos, de allí, al campo de tiro a recoger los casquillos de las balas algunos todavía estaban calientes y con un penetrante olor a pólvora. Su ruta a veces se complicaba porque por alguna razón andaban jaurías de perros que deambulaban por el polígono. Una vez fue rodeado por cerca de quince perros que poco a poco lo iban cercando sentía sus fauces rozar su ropa no había escapatoria, para su buena suerte una cuadrilla de soldados que hacían ejercicios se percataron a la distancia del peligro en que se encontraba pero dependían del permiso de su superior para romper filas e ir a su rescate el sargento al ser avisado del hecho observó la escena y sonrió esperó a ver si el muchacho todavía podía librarse de la jauría que ya mordían la tela raída y maltrecha de ropa. Hizo un disforzado ademán y la cuadrilla rompió la formación para ir en su ayuda. Era uno de esos que visten su espíritu de comando y dejan morir desnuda su humanidad.

Su parada final era los hangares de los grandes e imponentes tanques que en esos años eran de última generación los hombres del mantenimiento le permitían subirse hasta la altura del cañon.

¡Oye chico! te gusta la vida militar ¿eh?

No señor, me gusta conocer y disfrutar de todo -respondió con una enorme sonrisa que contagió al hombre del mantenimiento-.

Fue así que un día regresando de sus proscritos viajes se topó en medio de la vereda con una caja de fósforos la utilizó como una distracción pateándola hasta llegar a la entrada de su casa, su amigo de al lado apenas lo vio por su ventana salió pues siempre jugaban juntos, de una patada le pasó la caja de fósforos para jugar con ella su amigo pudo advertir un imperceptible abultamiento dentro de la caja de fósforos rápidamente la levantó y ante la atónita mirada de quien la trajo, saltó de su interior un billete doblado, su amigo con la misma prisa que salió al verlo se fue llevándose su insospechado tesoro y su muy buena suerte.

Ese día, aprendió la más cruda y quizá la mejor experiencia de todos sus futuros viajes:

La vida a veces te brinda sin avisarte.

Fin.

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