Había acabado su jornada de trabajo, y como de costumbre Tadayoshi Kamo se sentó en el banco de madera que había en el fondo del jardín de bonsáis. La luz del atardecer llenaba este pequeño rincón del palacio imperial, tiñendo los árboles de color rosa. A su izquierda en el puesto de honor, encima de una columna de mármol blanco, se hallaba el codiciado abeto japonés con su copa abundante, de un verde intenso. Año tras año, Tadayoshi lo podaba con sumo cuidado asegurando la forma deseada. Era el favorito del emperador y el primero que señalaba cuando visitaba el jardín con sus invitados.

A un lado del abeto, el junípero chino, con su follaje verde azulado y al otro lado, el viejo roble con su tronco entrelazado, casi tan viejo como el mismo Tadayoshi. Un poco mas allá la magnolia stellata cuyas hermosas flores rosadas, llenaban el jardín con su perfume.

Y al fondo, apartado de los demás árboles, el diminuto cerezo, el favorito de la emperatriz, por tanto, desde siempre, su favorito también. Estaba en pleno flor. Algunos de sus delicados pétalos habían caído, formando una alfombra blanca alrededor de los pies del árbol. En unos meses se llenarían sus ramas de cerezas rojas y dulces y Tadayoshi las recogería de una en una, para luego entregárselas en mano a la emperatriz, en el pequeño cesto de mimbre que había hecho su madre, años atrás.

Todo era silencio salvo el suave borboteo de la pequeña fuente situada en el centro del jardín. Tadayoshi cerró los ojos y respiró a fondo, saboreando el olor a tierra húmeda. Los volvió a abrir al escuchar desde otro jardín del palacio, el canto nostálgico del lavandero blanco.

Su corazón dio un vuelco al ver a lo lejos, la figura de la emperatriz. A pesar de su edad, caminaba erguida y elegante. Desde donde estaba sentado Tadayoshi apenas pudo vislumbrar su cara, pero conocía cada rasgo como si fuera suyo. Esos ojos negros y dulces. Tristes. Y esa sonrisa tímida que se le dibujaba en la cara en las ocasiones que se cruzaban sus caminos.

Caminando por delante de la emperatriz, se percibía la figura obesa e imponente del emperador. Tadayoshi vio como este se giró con un gesto impaciente y se dirigió a su esposa, alzando la mano derecha como si la fuera a pegar. Ella bajó la cabeza, esperando el golpe, pero esta vez no llegó. Siguieron su camino y pronto desaparecieron de la vista del jardinero.

Tadayoshi se levantó y cogió las tijeras de podar que estaban limpias y guardadas en la caja a sus pies. Se acercó al abeto japonés y cortó una de las ramas principales. La tiró al suelo, aplastándola bajo sus pies, tiñendo las piedras de un color verde oscuro, casi negro.

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