Le conocí a temprana edad, cuando ayudaba a mi tío en su óptica a los trece. Fue más bien un castigo, me lo gané por haber derribado una reja del jardín trasero de la escuela, junto a otros dos camaradas. Yo no era realmente un tipo malo, sólo un niño muy inquieto, me aburría estar sentado tanto tiempo. Afortunadamente ese castigó sólo duró unos cuántos meses. Unas cuantas horas al día, de lunes a viernes. La verdad es que no era mucho lo que tenía que hacer en aquel lugar; llevar esto de aquí allá, ir por esto y aquello, limpiar unos cuantos lentes de una vitrina u otra y, sobre todo aburrirme a muerte todo ese rato. Perdía el tiempo en toda esa basura, en vez de estar haciendo cosas mucho más productivas e importantes, como jugar al béisbol con mis amigos o jugar luchas con mi perro.
Más tarde, a los diecisiete, decidí buscarle de nuevo. Fue nuestro mejor momento juntos, incluso podría decirse que éramos amigos. Yo estudiaba la preparatoria, pero nos divertíamos unas cuantas horas al día. Lo pasábamos tan bien que incluso en mis días de descanso iba a verle. Casi todos teníamos la misma edad, así que nos reíamos y bromeábamos todo el tiempo. Molestábamos a uno u otro, cantábamos, gritábamos etc. Las noches de los fines de semana, cuando todos los clientes se habían ido y habíamos terminado los deberes, convertíamos aquel lugar en un bar, una pista de baile, un karaoke o todo al mismo tiempo. Incluso una vez, un colega contrató a una bailarina y convirtió el área de juegos en una especie de table dance. Y algunas veces cuando nos aburríamos, subíamos al techo y lanzábamos huevos a los autos que pasaban. A pesar de todo, ese lugar siempre funcionaba como un avión, y es que, con todo ese relajo todos estaban felices y cumplían con su parte. No por nada siguen siendo las hamburguesas más famosas del mundo.
Después de aquella buena temporada, nos volvimos a encontrar cuando yo estudiaba la universidad, pero ésta vez en un cine. Era un lugar soñado, lo único que tenía que hacer, era cortar boletos a la entrada de las salas, indicar a las personas la puerta de salida al terminar la función, sonreírle a todo el mundo y, sentarme entre la oscuridad de la sala a disfrutar de las películas. Incluso había veces, que a alguno de mis amigos le tocaba estar en la dulcería, y me pasaban palomitas y refresco gratis, así que podía disfrutar de la película como cualquier persona normal —bueno casi— porque yo me tenía que sentar en el piso. Las únicas horas duras eran cuando te tenías que quedar parado en los pasillos haciendo guardia. En aquellos tiempos no había cámaras de seguridad en las salas, así que tú y una compañera podían pasarla muy a gusto en un pequeño cuarto que había antes en el pasillo de acceso a las salas, y lo pasabas muy bien mientras todos disfrutaban de la película. Era un ganar ganar.
Después de eso pasamos juntos por varios lugares más, con unos que otros buenos momentos aquí y allá, pero ya no era lo mismo, cada vez era menos divertido, más aburrido y con muchas más cosas por hacer. La relación se fue desgastando cada vez más hasta que dejamos de ser amigos. Incluso podría decirse que llegamos a ser enemigos; nos costaba tener que encontrarnos cada día, y cuando nos veíamos lo hacíamos de mala gana, con resentimiento y quizá hasta con odio. Era como si todos esos momentos geniales que vivimos en el pasado jamás hubieran existido. Yo no podía más, estaba cansado de la situación, ya no me hacía feliz su compañía. Así que hice un recorrido rápido en mi mente sobre los buenos y malos momentos juntos, sobre lo aprendido, sobre los pros y contras y finalmente una tarde me decidí y lo llamé a una sala de juntas y le dije algo como esto:
—Oye trabajo, escucha, quiero hablar contigo viejo. —Por qué me has llamado —me dijo. Y entonces le hablé brevemente de nuestra trayectoria juntos y de paso le agradecí por todos los buenos momentos que compartimos. —Tuvimos momentos increíbles amigo y nunca lo olvidaré, pero después la cosa fue cambiando y hoy todo se ha ido al carajo ¿sabes? —Sí, lo sé —respondió. —Yo sé que ambos influimos en que la amistad se acabara y conozco perfectamente mis fallos, pero aceptémoslo, tú también cometiste muchos errores: las metas que ponías siempre las elevabas más ella de lo real, y las retribuciones que dabas eran cada vez menos. Las jornadas que das son más altas cada año, pero los beneficios los dejas intactos. Pides todo, pero das muy poco a cambio. Te aprovechas de la ignorancia y de la necesidad de las personas. —Me escuchaba atento, sin decir ni una palabra. —Además de todo te haces el importante y te dices ser indispensable en la vida de todos. Y además no le caes bien a la mayoría de la gente. —¿estás bromeando no, quieres tomarme el pelo? —me dijo. —No estoy tomándote el pelo, me ves tomándote el pelo, no estoy, —respondí. Y frunció el ceño. —En fin, sólo quiero decirte que ¡estás despedido! —su cara se desfiguró de enojo y grito con coraje: —¡pero quién te has creído tú que eres —me dijo. Es por mí que has llegado hasta donde estás ahora, sin mí no serías nadie. Llevaré esto hasta las últimas consecuencias, esto es un despido injustificado. Te demandaré ¿sabes que puedo hacerlo no? —me preguntó. —Sí, sé que puedes hacerlo —le dije. Se acercó a mí. —Cuando caigas en la cuenta de tu error, serás tú mismo el que me rogará para que vuelva. Y se dio la vuelta, pero antes de salir me dijo: —Nos vemos en la corte. —Nos vemos allá, respondí. Pero en dos años nunca más volví a verle. Ahí terminó todo entre nosotros.
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