–¡Mirad allí! –exclamó Tito al volante de su R5. Tanto Lolo como Quique se inclinaron hacia adelante: se trataba de la silueta de una población bajo los relámpagos que encendían el cielo. Animados, se removieron en sus asientos.

Los faros del R5 se ensartaron, como lanzas lumínicas, en la niebla que exhalaba la calle principal de aquel pueblo. “¿Dónde están todos?”, se preguntó Tito, y giró a la derecha.

Se adentraron en calles tan estrechas que creyeron que los muros de las casas se apretaban, como advirtiéndoles que no prosiguieran. Llegaron a un puente de origen romano, angosto y salpicado por musgo. Tito aminoró la marcha para cruzarlo. Guiado por su intuición, viró a la izquierda y tomó un callejón que se constreñía a medida que avanzaba.

–¡Viene alguien!–exclamó y frenó con brusquedad al ver la figura iluminada por los faros: un cura con sotana y alzacuello, pelo corto muy rubio, ojos de un azul intenso y tez pálida como el torso de un pez.

–Qué, ¿os habéis perdido? –les preguntó después de que Tito bajara la ventanilla con mano temblorosa–. Tranquilos, no sois los únicos.

–Pues sí –confesó Tito–. ¿Nos puede ayudar? Estas callejuelas son…

–Claro, hijo. Déjame a mí.

Tito salió del coche deslizando el cuerpo, como un reptil, para salvar la estrechez y ocupar la parte de atrás junto a Quique.

El cura les condujo a las afueras del pueblo con una destreza inusitada. Los tres resoplaron aliviados, como ratones saliendo de un laberinto.

–Os ofrezco un techo y suelo seco para pasar la noche. ¿Qué os parece? –Se miraron y asintieron–. Pues no hay más que hablar…

A lo lejos, encumbrando un montículo, vislumbraron el contorno de una iglesia. La niebla apenas si les permitía distinguir el campanario y los torreones puntiagudos, como puntas de flechas desafiando al cielo. El cura detuvo el R5, se apeó y les instó a que cogieran lo necesario para pasar la noche.

Los goznes del portón de la iglesia chirriaron como lechones en el matadero al abrirlo. Dentro, la oscuridad era completa. Los tres reprimieron las ganas de agarrarse de la mano hasta que el cura encendió una linterna y les alumbró sonriendo.

–La tormenta nos ha dejado sin electricidad –dijo caminando entre las hileras de bancos–.Ya estamos acostumbrados…– Y se santiguó frente a un crucifijo que presidía el altar. Los tres amigos le imitaron, y luego giraron a la derecha, hacia una pequeña puerta de herrajes de hierro incrustado que daba acceso a un largo pasillo.

–¡¿Por ahí vamos a bajar?! –preguntó Lolo cuando se arremolinaron alrededor de una apertura en el suelo que llevaba al sótano. El cura se encogió de hombros y enarcó las cejas.

Quique, Tito y Lolo, en ese orden, agarrados a la soga que hacía de pasamanos, siguieron al cura creyendo que los latidos de sus corazones llegaban a sus oídos cuando éste les alumbraba.

Con cada escalón el aire se hacía más irrespirable, mezcla entre cloaca y coliflor cocida.

–Sí, lo sé… La ventilación no es buena –se disculpó con sonrisa sarcástica.

Las escaleras les llevaron a un túnel horadado en las entrañas de la tierra. El hedor les golpeó la nariz, como un puñetazo. Una puerta abierta permitía entrever una estancia iluminada por velas, donde retumbaban gruñidos, como de perro.

–¡Cómo roncan! –exclamó el cura, y recorrió la estancia con la linterna: las cabezas asomaban de los sacos de dormir, como crisálidas de capullos gigantes.

–Parece que no hay hueco –susurró el cura, y continuaron por el túnel hasta toparse con tres puertas–. ¡Vamos, elegid una!

–Ésta misma. –Tito se decantó por la del centro y el cura la abrió.

–Es toda vuestra.– Y prendió las velas apoyadas en unos salientes–. Pues nada. Que descanséis.– Y salió, no sin antes cerrar la pesada puerta tras de sí.

Allí estaban Tito, Lolo y Quique, paralizados, con los músculos tensos y entumecidos, y como si un enjambre de moscas revoleara en sus estómagos.

–¿Qué coño hacemos aquí? –despotricó Lolo.

–Yo, intentar dormir –contestó Quique soltando los bártulos.– Es lo que hay… –Estiró el saco y bebió de la cantimplora.

–Sí, será lo mejor –aseveró Tito. Tanto él como Lolo imitaron a Quique.

Fue entonces cuando emergieron haces de luces de decenas de agujeros. Partían de las paredes y se proyectaban inclinadas contra el suelo, como barras luminosas. Los tres se miraron estupefactos. Tito apoyó el dedo índice en sus labios para que mantuvieran silencio, y miró por uno de aquellos orificios.

–¡No se ve una puta mierda!

–¿Oís eso? –dijo Lolo. De pronto, de cada agujero brotó un chorro de agua. En pocos segundos ya cubría sus pies. Quique reaccionó intentando abrir la puerta que parecía sellada: “¡Echadme una mano, cabrones!”.

–¡Esto es una locura! ¿Qué pretenden, ahogarnos? –gritó Lolo con cara enrojecida de tanto esfuerzo.– Pero, ¿por qué a nosotros?

–¡Deja de quejarte! –le instó Quique que ya notaba que el agua le llegaba a las rodillas–. Es nuestra única salida, ¿no lo entiendes?

–Es imposible, y más ahora que tenemos que vencer la fuerza del agua.– El razonamiento de Tito no persuadió a sus amigos que seguían intentándolo.

El agua alcanzó sus cinturas. Exhaustos y desesperados, comenzaron a aporrear la puerta y a pedir auxilio: “¡Socorro…! ¡Intentan ahogarnos! ¡Ayudadnos, por favor…!”. Sus súplicas no recibieron respuesta.

Ya con el agua al cuello, desistieron. Solo se oían sus entrecortados jadeos.

–Parece que ha parado…–balbuceó Quique. El sonido del agua retornó.

–”Shssss” –Tito le hizo callar y los chorros de agua cesaron.

–Pero, ¿qué coño…? –preguntó Lolo. Y el agua volvió a brotar.

Pasaron los minutos en el más absoluto silencio. Los tres, tiritando e intentando calentar sus cuerpos frotándolos, tuvieron tiempo más que suficiente para sopesar sus alternativas y concluir que la situación era irreversible.

–Creo que es el fin… –dijo Tito, haciendo caso omiso a los ‘Shssss’ de sus amigos–. Ha sido un placer conoceros… –Y se puso a cantar.

Tanto Quique como Lolo desistieron de sus ‘Shsss’ y sumaron sus voces.

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