Cuando arribé al aeropuerto Benito Juárez de la Ciudad de México, ya me estaban esperando.

Eran seis. Todos vestían de civil. Después de pasar aduana, corrieron a mi encuentro. Uno de ellos, quien aparentaba ser el jefe, me tomó del brazo con una mano mientras con la otra me mostraba su “charola”.

—Comandante Vargas, PGR. Queda usted detenido —me dijo a la vez que desplegaba una sonrisa de satisfacción en su rostro.

No opuse resistencia. Sabía que este día llegaría.

Yo venía de Alaska, de Barrow, para ser exacto.

Había por fin logrado mi sueño. Todo inició hacía ya dos años. Veinticinco meses en realidad.

Una tranquila tarde de julio, me encontraba descansando en mi sillón Reposet situado frente a la chimenea. Tenía en mi mano izquierda un habano cubano Cohiba, y en la otra sostenía una copa de Baccarat, en la cual me deleitaba con mi coñac favorito: Hennessy X.O., mientras escuchaba «El sueño de una noche de verano», de Mendelssohn. De pronto sonó mi celular: era mi abogado, diciéndome que tenía información de que una orden de aprensión había sido liberada en mi contra, por lo que me aconsejaba salir del país, mientras él me conseguía un amparo. Yo sabía muy bien cómo funcionaban las cosas en mi país.

Empaqué algo de ropa en una pequeña maleta. Saqué de la caja fuerte el efectivo que guardaba, previendo que una situación de estas se presentaría algún día, y junto con mis documentos, los metí en un portafolio y llamé un Uber para que me transportara al aeropuerto.

Pedro, mi fiel chofer, se ofreció a llevarme, pero no acepté. No quería involucrarlo y que fuera acusado de cómplice al ayudarme a huir. Él no se lo merecía. Llevaba más de diez años trabajando conmigo y tenía una familia que mantener.

—Pero patrón, usted siempre me dijo que en las buenas y en las malas, y yo estoy con usted, y le seré leal mientras me lo permita —me dijo.

—Lo sé Pedro, pero sabes muy bien cuál es mi situación actual y cómo se manejan las cosas aquí. Buscarán desquitarse con quien puedan. Fabricarán un chivo expiatorio si es necesario, y no me gustaría que fueras tú. Ya ves lo que pasó con mi familia. Terminaron destruyéndola. Yo te libero en este momento y te agradezco tantos años a mi lado. Ya le dejé instrucciones al contador para que prepare tu finiquito. Pásate a verlo cuanto antes y arregla este asunto. Llévate este auto que bien te lo mereces. Con él puedes trabajar como Uber Black mientras encuentras otra cosa. Todo está ya arreglado. No te preocupes por mí. Sabré cuidarme —contesté.

Abordé el siguiente avión a Cabo de Hornos, al sur de Chile. Era lo más lejos, dentro del continente, que podía ir. Degusté ahí un buen vino Concha y Toro Casillero del Diablo, acompañando a un caldillo de congrio con empanadas de pescado, mientras observaba la Aurora Austral.

Recorrí la Patagonia Argentina, Bariloche y la capital Buenos Aires, y pude disfrutar unos churrascos con chimichurri, mientras admiraba sus espectáculos de gauchos y boleros. Bailé un tango teniendo como fondo a Gardel.

Pasé por Uruguay, Paraguay y Bolivia. Me detuve en Perú visitando Machu Picchu. Me fotografié con las llamas y vestí sus polleras y sus ponchos. Seguí por Ecuador y Colombia llegando a Brasil. Subí al Cristo de Säo Paulo. Visité Brasilia. Atravesé Venezuela y en Panamá crucé su canal. Pasé por Nicaragua, El Salvador y Honduras. Acampé una noche en el lago de Atitlán en Guatemala y recorrí Antigua. En Belice crucé la frontera con México y en Cancún, tomé un vuelo y llegué a Miami.

Viví un día como niño en Disney World de Orlando, en Florida. En Bourbon Street, de Nueva Orleans, disfruté una tarde de Jazz al ritmo de Louis Armstrong, a la orilla del rio Misisipi. Me sentí literato en la Biblioteca del Congreso de Washington D. C. Me fotografié en el Monumento a Lincoln y recorrí el Museo del Aire y el Espacio. Conocí El Capitolio. Tomé el Amtrak hacia Nueva York. Recorrí a pie la Quinta Avenida. Recé en San Patricio y prendí una veladora. Pasé un día entero en Central Park y fui a la Zona Cero. Abordé el Ferry hacia Staten Island y me asomé por la corona de La Estatua de la Libertad. En “LaGuardia”, tomé un vuelo hacia Quebec. Visité las cascadas de Montmorency en el teleférico. Crucé todo Canadá. Sobrevolé las Cataratas Del Niagara y llegué a Vancouver.

De ahí volé a Whitehorse, y a orillas del Río Yukón, pude disfrutar ahora la Aurora Boreal. Subí hasta Barrow, una de las ciudades más cercanas al Polo Norte.

Fue entonces que decidí regresar a mi país y enfrentar a «la justicia».

Volé sobre California, y desde los aires pude ver el Golden Gate, Sausalito, Hollywood, el Dodger Stadium, Estudios Universal y Disneylandia, en Anaheim.

Había ya cumplido mi sueño de recorrer todo el Continente Americano.

Arribé a mi querido país, a mi ciudad natal.

Hoy me encuentro tras las rejas, pero debo confesar que me siento más libre que nunca.

Ahora soy preso político, por lo que nunca se giró ninguna orden internacional de detención en mi contra, pues no había extradición posible.

Soy inocente de lo que se me acusa, y mi único delito, fue ir en contra del actual régimen y toda su corrupción.

Sin embargo, tengo la conciencia tranquila y hoy, por fin, me siento libre.

Como mi madre decía: “Lo bailado y lo comido, ya nadie te lo quita”.

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