Los cuatro jóvenes llegaron a las seis de la mañana con monos de trabajo rojos. Fueron recibidos por el Primer Oficial. Les sorprendió el uniforme blanco y su parquedad. Subieron a bordo del buque de pasajeros y se maravillaron de su suerte. Las cubiertas superiores resplandecían con todo tipo de lujos.

Ahora vamos a las zonas de labor –dijo el Primer Oficial.

Comenzaron a descender por las cubiertas. La moqueta dio paso a olores mohínos. Recovecos en penumbra. Escaleras cada vez más vertiginosas. Estertores que retumbaban bajo sus botas de seguridad. Silencio entre los novatos.

La jerga del Primero encerraba instrucciones y procedimientos apremiantes. Tuberías laberínticas que surgían de todas partes. Válvulas, portas estancas, manómetros, cajas de registro, tanques de lastre, tambuchos, escotillas, los “peak” de proa y popa, “winches”, viradores, imbornales, cajas de cadenas. Y la honra de los novatos.

Siempre hay dos accesos a cada zona. Conózcanlas bien. Ahora descendamos a las dependencias de la tripulación –dijo el Primero.

Como pueden ver, en esta cubierta estaban los camarotes para la tripulación, hasta que se incendió. Bajemos por aquí –dijo el Primero.

Es agua de mar. Si sobrepasase la altura del tobillo deben activar las bombas de achique. En cada guardia, uno de ustedes estará a cargo de mantenerla a raya –dijo el Primero, mientras señalaba a un balde y una fregona–. Sigamos bajando.

Elijan su camarote. Asegúrense de que disponen de un chaleco salvavidas en su cabina. Duerman con él como almohada; ténganlo siempre a mano –dijo el Primero, antes de subir al puente de mando y dejar tras sí una marabunta de grumetes que se empujaban por conseguir una almohada.

En tres días aprendieron las rutinas de a bordo. La fregona, el rodillo y la brocha, el “ferronet” y las rasquetas los convirtieron en auténticos marineros. Las maniobras de atraque y fondeo eran bien recibidas, pese a deambular entre maquinaria, cabos y cables que se tensaban y destensaban más allá del sentido común de unos terrícolas recién llegados a la nave.

Lo más excitante era subir al puente para hacer de vigías. Las barcas de los pescadores y los objetos a la deriva no eran detectados por el radar. El Primero les iba enseñando a calcular demoras y rumbos. Pero todos los novatos deseaban que llegase el momento de estar al timón. No era como habían pensado. El timón era una ruedecilla sobre una consola digital.

Al entrar en puertos grandes, uno de los grumetes bajaba a la cubierta de carga, abría un portalón lateral y echaba la escala de gato para que el práctico pudiese acceder a bordo desde su lancha. Después lo acompañaba hasta el puente.

¿Qué tal, capi? –solía decir el práctico al encontrarse con el capitán.

Llegamos con retraso. Mar rizada del norleste.

Muchas cabrillas, ¿eh? Déle cinco grados, capi. Esta mañana los estibadores no querían trabajar y dejaron caer al fondo un contenedor por esa dársena –dijo el práctico, y el capitán movió la ruedecita del timón con el dedo.

El capitán lanzó una mirada rápida al Primero. El Primero hizo una seña al novato –A popa –y el marinero bajó a toda prisa a la cubierta de maniobras de popa.

El marinero veterano gritó al recién llegado para que preparase unas adujas del largo. Otro novato le ayudó a desembragar el chigre y entre los dos dispusieron el grueso cabo en zigzag sobre la cubierta. Todos se pusieron los cascos de protección al aviso de que llegaba el Primero. Corrigió algunos preparativos para el atraque y los previno de que debían ser rápidos o el viento empotraría el barco contra el muelle.

Puso al novato que había bajado del puente a ir diciendo las distancias con el muelle a popa. Le pasó el “walkie” al veterano, quien de mala gana se lo dio al chico.

Ve cantando las distancias cada veinte metros. Date cuenta de que el timón y las hélices sobrepasan al espejo de popa. Cuando estemos a cinco metros avisa –indicó el Primero.

Cha, cuenta que cada farola son veinticinco metros, niño –le gritó el marinero veterano.

La mañana despuntaba. El viento era gélido. La estela turbulenta descarnaba el mar gris. El tajamar a proa y la derrota que siempre queda a popa. No pudo evitar pensar en aquellos términos. Le gustaba permanecer sentado en la toldilla de popa, tras el ajetreo al zarpar. En media hora habría de bajar a desayunar.

Después, si el contramaestre estaba de humor, irían al camarote del nostromo a beberse unos lingotazos de ron de Venezuela. Los marineros viejos contarían anécdotas de tormentas, contrabando, accidentes que habían mancado a algún torpe, puertos de pícaros, ahogados con la cabeza rota, jineteras y marineros cubanos que meaban sangre.

Queremos aprender más cosas de navegación y estiba. Nos pasamos todo el día picando herrumbre, pintando y fregando.

Y qué se cree usted. ¿Mejor que el resto? Aquí ha venido a curtirse.

No me quejo por trabajar. Ni mucho menos. Pero entienda que también queremos ver cosas que tengan que ver con las funciones de un oficial.

¿Por qué dice “queremos”? Aquí el único que está protestando es usted.

Hemos hablado y todos pensamos lo mismo.

¿Sí? Pues yo no veo a nadie quejarse por trabajar, salvo a usted. Ninguno tiene menos callos que usted. Ninguno viene a mí para pedir no ensuciarse el mono de trabajo. ¿Qué se cree?

Eso no es así. No me creo más que nadie ni se me caen los anillos por cumplir con mis deberes en el barco. Solo hablo por todos; o eso habíamos acordado, aunque ahora se rajen todos estos. Solo pretendía poder tener más horas de puente para aprender algo más que pintar o rascar óxido todo el tiempo.

Eso es más importante que cualquier otra cosa a bordo. El mantenimiento del buque. ¿Es que no ha aprendido eso todavía? ¿Pretende ser oficial con apenas cuarenta días de mar? ¿Quién se ha creído usted que es? Aquí hace lo que se le manda y punto.

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