Todos ya hemos tenido un año malo. El de mi hermano mayor fue el 2007 cuando repitió tercero de media. El de mi tía Paca fue el 2005 cuando descubrieron que tenía cáncer y el mío sin lugar a dudas fue el 2011.

Para comenzar, tres semanas después de año nuevo recibí el primer baldazo de agua fría: Mi novia apareció una tarde nerviosa diciendo que los últimos malentendidos (habíamos discutido algunas veces) y el viaje (acababa de volver de Italia) la habían hecho replantearse las cosas y que lo mejor era que dejásemos de vernos al menos por un tiempo. Eso, más allá del drama sentimental que supone toda ruptura, trajo consigo otro problema, quizá más grave. M y yo habíamos planeado unos meses antes un viaje a Lima. En marzo íbamos a tener vacaciones y ella nunca antes había estado en Suramerica, así que era la oportunidad perfecta para pasear un poco y de paso conocer a mi familia. Para ello me había encargado de pagar (sin que ella lo supiera) no sólo los pasajes, sino también una suite en un hotel de Paracas. La sorpresa, sin embargo, me la llevé yo unos días después cuando supe que la aerolínea ni el hotel estaban dispuestos a reembolsarme ni siquiera una parte del dinero, lo que en otras palabras significaba que en dos transacciones había quemado literalmente los pocos ahorros que tenía. Mi mamá trataba de animarme.

Todo aquello, no obstante, no hizo más que debilitarme. A pesar de sus insistencias, decidí que no iba a viajar en marzo y que tampoco me iba a matricular para el siguiente ciclo, aunque eso supusiera postergar mi graduación un año más. No me importó. Si ya había perdido una novia, un viaje y mis ahorros poco me interesaba perder también dos materias troncales y tres optativas.

En julio, sin embargo, recibí una carta de la DAAD en la que como ya me lo temía, se me informaba que debido a mis constantes faltas y la ausencia de créditos se veían obligados a cortarme la beca a partir del primero de agosto. Me daban dos semanas para responder y presentar las notas faltantes, pero finalmente desistí. No tenía ganas de mendigarle ayuda a nadie y durante las siguientes semanas me dediqué por el contrario a buscar trabajo. Mandé mi currículo primero a un restaurante, luego a una constructora y por último al aeropuerto de Frankfurt. De las dos primeras no recibí respuesta, pero de la tercera y contra lo que pensaba me invitaron a una entrevista. Necesitaban alguien que trabajara en la rampa y que estuviera dispuesto a cargar maletas en invierno y verano, de día y de noche por diez euros cincuenta la hora, ¿acepta? La beca ya se me acababa en unos días, necesitaba dinero y en cualquier restaurante o constructora estaba seguro que me iban a pagar aún menos. Así que ahí mismo firmé el contrato y me puse a cargar y descargar aviones de Lufthansa durante casi cuatro meses. Las cosas de pronto parecían enderezarse.

A mediados de octubre, no obstante, recibí la llamada de mi hermano, el mismo que había repetido tercero de media para contarme que el viejo había tenido un infarto y estaba en cuidados intensivos. Sin pensar en las consecuencias viajé a Lima al día siguiente Me quedé por allá un mes. A la vuelta ya sabía que me habían despedido, lo que sin embargo no sabía era que me encontraría con un panorama tan desolador. Como no había pagado el último mes ni tampoco había dado señales de humo, a mi casera no se le había ocurrido mejor idea que alquilarle el cuarto a otro estudiante y contratar a dos árabes para que pusieran en un contenedor todos mis cachivaches.

Lo peor, sin embargo, vino unos quince días después. Para entonces ya me había mudado a otro cuarto y había empezado a trabajar en una oficina, traduciendo textos cuando una mañana recibí la llamada de mi antiguo jefe. Quería que devolviera ese mismo día mi carnet. Llevaban más de dos semanas mandándome cartas y hasta ahora no habían recibido ninguna respuesta de mi parte. Le expliqué todo lo que me había pasado, pero el energumeno no quería saber nada de mi padre ni mucho menos de la casera. Tiene 24 horas para entregar el carnet, me advirtió si no aténgase a las consecuencias.

Las consecuencias eran nada menos que el pago de diez mil euros que en casos como ese el aeropuerto exige en forma de indemnización por los posibles daños que uno pueda causar. Ahí mismo llamé a un antiguo colega. Miente, me dijo invéntale a la policía que te lo robaron. Estuve un buen rato dando vueltas frente a la comisaría sin saber qué era la mejor opción: la cárcel o la multa que de cualquier manera jamás podría pagar. Entonces me armé de valor y ahí mismo les conté que me habían robado el carnet viniendo del aeropuerto. Otro en mi lugar no se hubiese hecho problemas, pero unos minutos después, mientras esperaba el bus, me empezó a pasar de pronto toda una película. ¿Y si se ponen a investigar? y ¿si llegan a descubrirme? ¿No dicen acaso que la policía alemana es una de las más efectivas? El estomago de pronto me empezó a dar vueltas. Decidí entonces que lo mejor era volver, decir la verdad y zanjar el tema de una buena vez. Ya vería luego como pagaba la multa. Mi sorpresa, sin embargo, fue grande cuando los policias me advirtieron que había incurrido en un grave delito y que mi caso sería enviado a la fiscalía. Los meses siguientes fueron de terror. Viví una angustia que no había sentido nunca antes imaginandome carceles y patrulleros. Por fin, a mediados de diciembre mientras esperaba que me viniesen a buscar, recibí una carta donde me decían que el caso había sido archivado. Esa noche antes de acostarme le di gracias a Dios y me prometí que el 2012 sería mejor.

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