Un taxista-dibujante

Un taxista-dibujante

UN TAXISTA-DIBUJANTE

Pegado a los barrotes, imploró por el estuche de pinturas que guardaba en su auto. Mediante un soborno, lo consiguió. Más tarde, el lápiz se deslizaba sobre el papel, como una prolongación de su alma. La pasión por su trabajo quedaba plasmada en cada trazo; la perfección, en cada pincelada.

Su mano parecía tener vida propia; desplazada por una fuerza extraña. Sus dibujos poseían movimiento, realidad contagiosa; los colores saltaban a la vista. Sentado sobre la banca de cemento, sus ojos tenían un brillo siniestro, su rostro irradiaba crueldad y poder.

La ilustración más impactante dejaba ver un auto, rotulado con la palabra “Ubre”, aplastando, con las llantas traseras, la cabeza de un niño. Las manchas de sangre abarcaban casi en su totalidad al vehículo. Era como asistir a la práctica de un legrado por una comadrona inexperta. Todo su derredor mostraba aquel líquido purpúreo, viscoso, fatal. Las calles estaban atestadas de gente; los niños dormían a la intemperie, entre ratas.

Quería una serie de diez dibujos. Ya tenía nueve elaborados. Su fuero interno lo conminaba a esperar un hecho fortuito, contundente, decisivo que lo hundiera en los calabozos de la cárcel o lo sacara a flote sobre las espesas aguas que navegaba.

A medianoche, un guardia, acompañado de otra persona, llegó hasta su celda:

—Tienen treinta minutos para platicar —dijo, secamente─. A Edmundo le dio la impresión de que el guardia se hizo humo. No dio importancia a ese hecho.

—¿Quién eres? ¿Por qué vienes a esta hora inusual?

—No me hagas preguntas tan complicadas… Muchas veces yo mismo no sé quién soy… No te preocupes, soy una criatura de la noche… el aliado que todos necesitan. Yo vi cuando el niño tropezó y cayó bajo las llantas del carro. Tú conducías a una velocidad moderada.

—¿De veras? ¡Gracias, hermano! Los padres del niño están deshechos, con razón… eres como mi ángel de la guarda… ¿Te presentarías ante los jueces, a declarar?

—Tengo mis propios métodos… Los ángeles no existen; los demonios sí y somos muy efectivos. Yo soy un poco diablo, pero bien guardián. Mi nombre es David Arrevillaga —le tendió la mano.

—Tú dirás lo que quieras, pero yo creo que Dios te envió.

—Si lo que dices fuera cierto, debes asumir que Él arrojó al niño bajo las llantas de tu carro.¿Todo lo determina Él? ¡La criatura se tropezó y punto! Lo cierto es que estás en un gran aprieto. ¿Tienes dinero?

—Si tuviera dinero, no estaría trabajando como chofer…

—¡Mmmm!… aunque estarás de acuerdo que en este puto país TODO se arregla con dinero… ¿Tienes amigos influyentes?

—Tampoco. Si tuviera dinero o amigos influyentes no sería parte de la “Ubre”…

—Se llama Uber.

—Yo le digo “Ubre”, pues de ahí mamo lo necesario para mis gastos. Soy un ilustrador venido a menos. He publicado libros, pero eso, ahora, vale para tres carajos ─Edmundo le mostró los dibujos.

—Tienes mucho talento, estos dibujos rayan en la perfección. Tocan las fibras más delgadas del alma, tienen vida propia. La mierda de las paredes, apesta… Tus imágenes, son vomitivas… Son ratas espantosas… ¡Puedo mostrarlos a un amigo?

—Tíralos a la basura, si quieres; en casa tengo decenas más; hace meses que ya no impresiono a nadie. ¡Puto país de mierda! ─gritó el taxista, sujetando con fuerza los barrotes─. Tiene a miles de personas chingonas subempleándose… a profesionistas como vendedores o taxistas. Carajo.

—Sí, definitivo, un país que hunde en el anonimato a sus mejores cerebros pero mantiene en el poder a cretinos, ignorantes, déspotas y bandidos serviles, está condenado al fracaso… —el Diablo contemplaba las láminas—, tú escribes con dibujos y yo dibujo con palabras. ¿Curioso, no?

El guardia se acercó a ellos. Su tiempo había terminado.

—Toma esto, confía en tu diablo —el misterioso personaje le regaló una grata sonrisa y un libro: Entre pedos y eructos. Cuentos malditos. David Arrevillaga—. Ya verás que hasta una botella de tequila te traigo, mi hermano, para que te relajes. Vas a entender por qué los diablos somos enemigos de los acomplejados. Para mí eres como un criminal que ha intentado robar un pan dulce; ─se colocó un cigarrillo en la boca y, sin encenderlo, desapareció, como una sombra.

Al quedarse solo, Edmundo se recostó sobre la banca de cemento. Hojeaba el libro. Le pareció genial. La lectura le abrió las ventanas del alma. Lo impulsó a trabajar en la décima ilustración.

Resultó ser un dibujo chistoso. Una curiosa dualidad: un hombrecillo, de aspecto bonachón, portaba sendos cuernos y bellas alas aterciopeladas en la espalda, gruesos anteojos sobre la nariz. Su cabellera larga y lacia, aunada a su piel morena de sesentón impío, le daban un aire de provinciano extraviado en la gran urbe.

La inefable combinación de ángel y demonio, junto a la indulgencia de su rostro, eran elementos que el artista le había otorgado, como detalle de gratitud. En la ilustración, el Un poco Diablo emergía, siniestro, de un expendio de pulque, con los ojos bien abiertos, inspeccionando el terreno. La pulquería tenía aspecto de alcantarilla intelectual: luz mortecina y tambaleante, fachada negra con letras rojas. Un menú escrito con tiza de colores, presumía su encabezado sobre una pantalla electrónica: BURDEL POLÍTICO.

No obstante, primero había que salir del hoyo donde se asfixiaba. David tenía mucha razón. Fue una casualidad. Dios no mata a sus hijos de esa manera, ¿o sí?, ¿Se divierte con muertes, atentados e inundaciones?

—¿Si así fuera, yo debo pagar por las acciones de un dios malvado? ¡Carajo!

Edmundo se quedó dormido, con una apacible sonrisa. Al día siguiente, fue notificado que, ese mismo día, quedaría libre. La madre del niño muerto aceptaría el dinero ofrecido por la familia del ilustrador-chofer. Pensaba que ninguna cadena al taxista le devolvería a su hijo. Un sueño, poblado de ratas, ángeles y demonios, la convencieron que aquello fue un horrible suceso del azar.

Días después, ya en casa, Edmundo pensaba si debía regresar a la “Ubre” o no… ¿Tú qué harías?

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